Una lección para siempre

**La Lección para Toda la Vida**

Pilar contemplaba a su nieto con ganas de darle una zurra que recordara por siempre el peso de su mano. Quería azotarle el trasero con tal fuerza que ardiera como el infierno, hasta que Pablo tuviera que meterlo en agua helada para calmarlo.

Por la ventana, vio a Pablo y Julián, el orejudo, jugando con una barra de pan como si fuera un balón. Uno lo llevaba en una bolsa que se rompió, dejando caer el pan al suelo. El otro le dio una patada, y así empezaron los dos chiquillos a patearlo sin piedad.

Cuando Pilar vio **qué** estaban pateando, el mundo le dio vueltas. Quiso salir corriendo, pero sus pies parecían clavados al suelo. Un grito brotó de su pecho, pero un nudo en la garganta la dejó muda. Hacia su nieto avanzó con la boca abierta, jadeando como un pez fuera del agua. Con voz sibilante, susurró:

—¡Pero si es pan, es sagrado! ¿Cómo podéis hacer esto?

Los niños se quedaron petrificados al verla arrodillarse, recogiendo el pan con lágrimas en los ojos.

Pilar regresó a casa con pasos vacilantes, abrazando la barra de pan como un tesoro. Su hijo, al verla así, comprendió todo sin necesidad de palabras al mirar aquel pan sucio y maltratado. En silencio, se quitó el cinturón y salió. Pilar escuchó los lamentos de Pablo pero no movió un dedo para defenderlo, como solía hacer.

Pablo, con la cara enrojecida y los ojos hinchados, entró corriendo y se escondió en el desván. Su padre, agitando el cinturón, anunció que desde ese día el niño comería sin pan: sopa, carne, leche o café, todo seco. Y esa misma noche iría a casa de los padres de Julián, el orejudo, para contarles qué “excelente” futbolista habían criado.

El padre de Julián era tractorista —seguro que le freía las costillas al chico—. Y el abuelo, que había pasado diez años en la cárcel bajo el franquismo por robar pan, le daría una paliza que no olvidaría.

Pilar solía santiguar y besar cada hogaza que sacaba del horno antes de cortarla en gruesas rebanadas. Rara vez compraba pan en la tienda; prefería amasarlo con su nuera en el horno de leña. Hacían varias hogazas grandes, doradas, esponjosas, que llenaban la casa con un aroma que despertaba el hambre a cada paso.

Antonio, el hijo de Pilar, fue a casa de Julián con el pan manchado bajo el brazo. Los vecinos, justo sentándose a cenar, fruncieron el ceño al verlo. Julián se retorció como un gusano, pero su abuelo lo sujetó firmemente por la oreja.

Antonio explicó la situación en pocas palabras. Sin pensarlo dos veces, el abuelo Manuel cortó un trozo enorme del pan sucio y dijo:

—Esto es lo único que comerá Julián hasta acabárselo. No digo que sea hoy, pero hasta que no se lo termine, no probará otro pan.

Y apartó el pan fresco, dejando el manchado ante las narices del niño.

A la mañana siguiente, Pablo no tocó el pan. Recordaba la orden de su padre y, sobre todo, cómo su abuela, descalza, lloraba arrodillada en la calle. La vergüenza le quemaba las mejillas. No sabía cómo acercarse a ella, cómo pedir perdón.

Pilar actuaba distante, como si Pablo no existiera. Antes le insistía en desayunar bien; ahora solo le dejaba un plato de gachas y un vaso de leche, sin pan.

Julián, mientras tanto, iba a la escuela mascando arena, casi llorando. Le pidió a Pablo que le ayudara a comerse el pan sucio, pero Pablo se negó:

—¿Estás loco? Ya tengo suficientes marcas del cinturón.

Al anochecer, Pablo se acercó y abrazó a su abuela. Pilar permaneció inmóvil, con los brazos caídos. Él le habló de sus notas, de sus tareas, pero ella seguía muda. Hasta que el niño, desesperado, rompió a llorar y apoyó la cabeza en sus rodillas.

Pilar le levantó la cara con sus manos callosas y lo miró fijamente.

Pablo nunca olvidaría esa mirada: dolor, decepción, pena, todo escrito como en un libro abierto.

Lo sentó a su lado y le dijo, en voz baja:

—Escucha, mi niño, y deja de lloriquear. Hay cosas en esta vida que jamás se deben hacer: maltratar a los mayores, lastimar a un animal indefenso, traicionar a la patria, blasfemar contra Dios… y faltarle al respeto al pan.

Cuando yo era niña, en la posguerra, soñaba simplemente con comer pan de verdad, sin mezclarlo con harina de bellota o hierbas. Soñaba con poder hornearlo cuando quisiera, cuanto quisiera. Desde siempre, el pan y la sal son símbolos de bienvenida. Patear el pan es como escupir a tu madre en la cara. En la guerra, la gente besaba las manos de quien les daba un trozo de pan. Y vosotros lo tiráis al suelo. Ya eres casi un hombre, lees libros, pero a veces pareces más tonto que un saco de paja.

En la guerra, Pablo, cada espiga era un tesoro. Rezaban de rodillas por una buena cosecha. Cada grano valía su peso en oro, y vosotros lo pisoteáis. ¿Cómo pudisteis?

Pablo tragó saliva, avergonzado.

En ese momento llegó Julián, también con los ojos rojos. Contó que su abuelo casi le arrancó las piernas antes de explicarle por qué el pan merecía respeto.

—Abuela, lo siento mucho —murmuró Julián entre lágrimas.

El corazón de Pilar no podía guardar rencor. Los abrazó y los llevó a la mesa.

—El pan que me hicieron comer tiene arena —se quejó Julián—. ¡Cruje en los dientes!

—A mí ni siquiera me dejan comer pan —susurró Pablo.

Pilar cortó dos rebanadas gruesas de la hogaza fresca y les dijo:

—Dios y yo lo sabemos, pero nadie más. Así que comed, disfrutadlo. Recordad siempre: el pan es vida, es un regalo de Dios, es prosperidad. **El pan es la base de todo.**

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