Una vez, en una casa abandonada al final del pueblo, se instaló una joven mujer…
En el pueblo no gustaban los forasteros. La gente se inquietó y avisó al guardia civil. Este llegó, revisó los documentos y tranquilizó a todos, diciendo que era una pariente lejana de la abuela Carmen, que había muerto años atrás a los noventa y seis. “Nunca tuvo familia la abuela Carmen, ni hijos siquiera”, murmuraban los vecinos.
Pero la joven comenzó a asentarse. Aró unas cuantas parcelas en el huerto abandonado y plantó algo. La gente se reía. ¿Quién siembra en pleno verano? Pero pronto brotó un verde intenso. “Esto no es cosa de este mundo”, decidieron. Y así le quedó el apodo: la Bruja.
Ella evitaba a la gente, no hablaba de sí misma, vivía en soledad. Pero los secretos despiertan curiosidad, alimentan chismes. Pronto corrió el rumor de que había huido de la ciudad por un amor desgraciado, llevándose joyas de un amante adinerado. Por eso se escondía en un pueblo perdido.
Hasta que una noche, el hijo de una vecina se puso morado, ahogándose. El hospital quedaba lejos, y a pleno día no había coche disponible. Desesperada, la mujer corrió hacia María, la Bruja. Esta agarró al niño, lo sacudió, le golpeó la espalda, y de su boca salió una pieza de juguete.
Desde entonces, la respetaron, pero también le temieron. Sin embargo, Nicolás se enamoró de ella. Su madre lloraba: “Hay chicas jóvenes, ¿y él se fija en una mujer mayor?”. Se plantaba frente a la casa de María, gritando que había hechizado a su hijo, que lo había embrujado. Nicolás la llevaba llorando a casa, pero siempre volvía al lado de María.
Y así vivieron los enamorados, entre murmullos. Al año, María dio a luz a una niña, Lucía. Tres años después, vino otra, Sofía. La gente los dejó en paz. Todos tenían sus propias preocupaciones.
Hasta que una tormenta destrozó el tejado. Nicolás subió a repararlo, pero al bajar, resbaló y cayó. María trajo al médico del pueblo, quien dijo que había que llevarlo urgentemente a la ciudad. Consiguió un coche, lo trasladó al hospital y volvió con sus hijas.
Un mes después, un vehículo se detuvo ante su casa. Bajaron una silla de ruedas con Nicolás dentro. La columna rota, no podía caminar. Algunos susurraron que era el castigo de María por su brujería.
Ella lo sacaba al porche, se acurrucaba a su lado. No lo abandonó. Lo cuidó, lo amó. Y ante ese amor, los rumores callaron. Hasta decían que lo estaba curando, que pronto caminaría.
Él tallaba figuras de madera para las niñas, tejía cestas. Los hombres lo envidiaban. “Qué suerte, una mujer que lo mima”.
El amor obra milagros. Poco a poco, Nicolás intentó ponerse de pie. Una vez, el cuchillo que usaba se le cayó, rodando por los escalones. María estaba en el huerto. Él intentó bajar, pero al levantarse, perdió el equilibrio. Una guadaña, olvidada junto al porche, le atravesó el cuello al caer.
María lloró desconsolada. Las niñas apenas lograron apartarla del ataúd.
Se quedó sola. Sin la pensión de Nicolás, sin sus pequeñas ganancias. Pero no mendigó. “Vende las joyas que robó”, murmuraban.
Lucía, la mayor, se marchó a la ciudad, estudió peluquería. Volvía los fines de semana, y la gente llevaba a sus hijos a que les cortara el pelo. Le pagaban con comida.
Sin un hombre, la vida era dura. La casa, vieja y deteriorada, necesitaba cuidados. Los vecinos ayudaban, esperando algo más. Pero María les daba de comer, les servía vino, y nada más.
Un día, mujeres celosas llegaron a su puerta, exigiendo los secretos de su juventud. “¡Comparte tus diamantes o te quemaremos la casa!”.
Dicen que María salió, de repente envejecida, el pelo blanco, el rostro marchito. Las mujeres retrocedieron. ¿Cómo había envejecido de golpe? Brujería, sin duda. Huyeron.
La pérdida de Nicolás quebró su salud. Ya no salía del huerto. Sofía iba a la tienda por ella.
Y Sofía creció bella y rebelde. En vez de estudiar, solo pensaba en bailar. Una noche, María le prohibió ir al club. Se oyeron gritos.
La vecina Antonia vio a Sofía salir corriendo como alma que lleva el diablo. Horas después, golpes en su ventana. Sofía, histérica, balbuceaba: “Mamá…”. Antonia corrió a la casa. María yacía junto al horno, fría, sangre seca en la sien.
Llegó el guardia civil. Sofía juró que había salido con su madre viva. Antonia no estaba segura de haber oído los gritos antes o después. El guardia lo declaró accidente. No quería arruinarle la vida a la chica.
Lucía volvió para el funeral. Las hermanas no se hablaron. Esa noche, Sofía desapareció.
Antonia contó que aquella noche, los pendientes de Sofía brillaban demasiado. “Nunca vi algo así”.
Y los rumres revivieron: los diamantes existían, Sofía los robó, quizás mató a su madre.
Lucía intentó callarlos, pero el pueblo vivía de chismes. Al final, ella también se fue.
La casa, ya ruinosa, se inclinó más. Alguien rompió un cristal. Los adolescentes buscaban el tesoro.
Siete años después…
Antonia, encorvada como un sauce, caminaba del mercado cuando vio a una mujer joven en el banco, un niño golpeando ortigas. No era Lucía. Esta era sofisticada, pelo rojo, maquillaje llamativo.
—¿Sofía? ¿Has vuelto? ¿Es tuyo? —señaló al niño.
Sofía la abrazó.
—No puedo entrar. ¿El tío Manuel ayudará?
Pronto, el hombre rompió el candado. Dentro, polvo, almohadas rasgadas. “Pondré un cristal nuevo”, dijo antes de irse.
En la mesa, Sofía confesó su vida en la ciudad: trabajo en fábrica, un hombre que la abandonó, otro que resultó ladrón. Regresó sin opciones.
—La tierra no falla —dijo Antonia, dándole patatas y pan.
Pero esa noche, Sofía golpeó su ventana otra vez, aterrorizada. Algo recorría la casa vieja, murmuraba. Su hijo, Nicolás (llamado así por su padre), temblaba.
—¡Mi madre viene por mí! —gritó.
—Tonterías. Es tu conciencia —Antonia la acogió.
Sofía no quiso ser una carga. Se fue con un viudo del pueblo, el Blanco. Vendía su leche cara a veraneantes.
Dos meses después, la casa de María ardía como yesca. Nadie intentó apagarla. Solo salvaron la de Antonia.
Al día siguiente, los niños jugaban en las cenizas. Nicolás encontró un trozo negro. El Blanco lo limpió: oro fundido, diamantes entre la hollín.
Sofía lo arrebató.
—¡Es mío!
—Mataste a tu madre por esto —dijo el Blanco con frialdad.
Esa noche, Sofía robó sus ahorros y huyó.
Años después, Lucía regresó con su marido. Solo encontró escombros cubiertos de maleza. Hasta el horno estaba desarmado.
Antonia, casi ciega, le contó del incendio, los diamantes, la huida.
—Dicen que Sofía murió por vender las joyas. Que el niño fue a un orfanato, pero tú loY mientras las cenizas del pasado se dispersaban con el viento, solo quedó el eco de un secreto que jamás se reveló.