Una joven con un hogar sueña con el amor eterno…

Una joven con su propio piso sueña con casarse…

—Bueno, ya han casado a otra. Un feliz más en el mundo. ¡Que viváis juntos hasta las bodas de oro! —dijo Carmen Martínez, la jefa de contabilidad, la más veterana del equipo no solo por el cargo, sino por la edad, alzando su copa de cava.

—¡Qué va! ¡Hasta las de diamante, digo yo! —añadió con su voz alegre la vivaz Marta.

—Más vale estar soltera que mal acompañada —suspiró resignada la señora Rosa, la limpiadora, que asomaba en la puerta—. Hoy se casa uno, y al año está perdido en el alcohol. Ay, chiquillas, ¿por qué no os conformáis con estar solas?

—Señora Rosa, vaya usted… —la cortó Marta, molesta—. Que a usted le saliera mal el marido no significa que casarse sea un error. A nuestra Laura le ha tocado la lotería: guapo, con coche y con futuro. No hagas caso, Laura, ¡sé feliz! —Marta brindó con su copa de cava.

Laura acababa de volver de una semana de vacaciones por su boda. Había traído bombones y cava para celebrar con sus compañeras de la oficina. Sonreía, radiante como un sol de mediodía, aunque algo nerviosa. Claro, le había avisado a su recién estrenado marido que se quedaría solo una horita, que había que celebrarlo con las compañeras. Pero ya llevaban tres horas, el cava se había acabado, habían ido corriendo a por más, y no parecía que el grupo tuviera intención de irse a casa. Su marido le bombardeaba con mensajes, preguntándole cuándo volvería, que la echaba de menos y que podía ir a rescatarla si hacía falta.

—Vale, chicas, seguid vosotras. Que luego yo limpio por la mañana —dijo la señora Rosa.

—Váyase a casa, señora Rosa, no se preocupe, lo dejaremos todo recogido —prometió Carmen—. Venga, niñas, la última y nos vamos. Solo nos queda casar a Sonia y ya tendremos el pleno.

—Oye, Sonia, ¿qué pasa contigo? Estás guapa, tienes piso… ¿Es que no te gusta nadie o esperas a un príncipe azul? —preguntó Marta, ya bastante achispada.

—¿Y qué tiene que ver el piso? —contestó Sonia.

—Pues todo. ¿Cuántos años tienes? A tu edad yo ya tenía dos criaturas, y el mayor, Pablo, empezaba el cole. Con mi marido hemos pasado de todo. Casi nos divorciamos un par de veces. Pero yo le dije: si has tenido hijos, acaba de criarlos, y luego haz lo que quieras. Ahí lo lleva —dijo Marta, cerrando el puño.

—La gente se casa por pasión o por un embarazo. La pasión se acaba, vienen los días grises. Y los hijos, ni te cuento. El cansancio acumula rabia, las peleas… y al final, divorcio.

Si el marido es decente, deja el piso a la mujer y los niños, y él se va a un alquiler o a un piso de soltero. Pero no dura mucho. Todos sus amigos están casados, no tiene donde caerse muerto. Entonces empieza a buscar a su alrededor: ¿habrá alguna mujer soltera, sin hijos que le compliquen la vida? Porque si ha escapado de los suyos, no va a querer criar a los ajenos. Y ahí estás tú: joven, con ganas de casarte, y además con piso propio. Un tesoro. Así que me extraña que sigas soltera.

—Vaya manera de ver las cosas —se ofendió Sonia—. ¿Solo valgo para divorciados y sin techo? ¿A los treinta ya no puedo aspirar a un hombre sin pagar pensiones, según tú?

—No le hagas caso, Sonia, está borracha y dice tonterías. Los hombres ahora no tienen prisa por formar familia. Priorizan su carrera. Aunque, la verdad, ya te has demorado —suspiró Carmen—. Bueno, lo arreglaremos.

—¡Eso digo yo! —saltó Marta—. Los hombres solteros y con éxito se lo piensan mucho, buscan jovencitas y guapas. Los divorciados son menos exquisitos. Lo que quieren es buena compañía… y un techo. Nadie quiere vivir de alquiler eternamente o estar mamando de su madre.

—Cada uno tiene su suerte. A unos les toca casarse pronto, y hasta varias veces. Otros encuentran el amor tarde. No pasa nada. Tengo un conocido, hijo de una amiga. Treinta y seis años, soltero, nunca se ha casado. Listo, con estudios, buen sueldo… pero con las mujeres no tiene suerte —dijo Carmen.

—¿Está malo o es alcohólico, que nadie lo quiere? Habría que comprobar su orientación, no vaya a ser que… —Marta vio la mirada de advertencia de Carmen—. Bueno, a una amiga mía le pasó…

—¡Marta, basta! Eres como un loro, hablas por hablar. Da grima escucharte. La vida tiene sus circunstancias. Pero piénsalo, Sonia. Es un buen chico. Hace tiempo que quería presentároslos.

—¿Y para qué han sacado este tema? No creo en esos emparejamientos. Luego todos exageran, y la realidad es otra. Ya encontraré a alguien por mi cuenta.

—Claro, por tu cuenta. ¿Dónde? Aquí solo hay mujeres, no sales de fiesta… Si no os gustáis, no pasa nada, nadie os obliga a casaros. Además, él tiene piso. ¿Por qué no probar? ¿Y si te cae bien? —insistió Carmen—. Bueno, chicas, que ya es tarde, y nuestros maridos no nos van a dejar entrar.

Las mujeres recogieron rápido los restos de la fiesta y se marcharon.

—No digas que no antes de tiempo —le susurró Carmen a Sonia camino de la parada del autobús—. Esto no es casual. El sábado es el cumple de mi marido. He invitado a una amiga y a su hijo. Tú ven. Mirad si hay química, y ya veremos.

Los dos días que faltaban para el sábado, Sonia estuvo dudando. Al principio, el plan no le convencía; dudaba que saliera bien. Pero aún así eligió un vestido y se arregló las uñas.

«¿Cuántas veces he prometido empezar una dieta? En dos días no voy a adelgazar —se lamentó frente al espejo—. ¿Quién me va a querer si ni yo me quiero? Qué tontería. No voy a ir a ningún lado».

El sábado por la mañana, se lavó el pelo, se rizó los bucles, se maquilló y eligió el vestido. ¿Y el regalo? No podía llegar sin nada. Llamó a Carmen, quien le dijo que no se preocupara, pero si le remordía la conciencia, que comprara una botella de vino. ¿Qué más podía regalarle a un desconocido?

Tenía tiempo, así que se fue al supermercado. En el Mercadona de su barrio la selección era pobre, así que se dirigió a un Carrefour a dos paradas de casa. Escogió el vino, y de paso compró bombones, queso y pan. Por si acaso: si todo iba bien, él la acompañaría a casa y querrían tomar algo, y ella no tenía nada para ofrecer. Hacía tiempo que no compraba dulces, intentando adelgazar, pero esta vez se dejó llevar.

Animada por la esperanza, Sonia se dirigió a la caja. Pero justo cuando iba a empezar a vaciar la cesta, un hombre se adelantó, colocando una botella de vino. ¡La misma que ella llevaba!

—Perdone, pero yo llegué primero —protestó Sonia.

—Lo siento muchísimo. Voy con prisa. Solo tengo esto, y usted va a tardar más. Mientras pone todo, yo ya habré pagado —dijo él con calma.

—Con la misma botella de vino bajo el brazo, seis meses después, Sonia y su todavía pelma pero ahora enamorado marido brindaban por su felicidad en esa misma oficina donde todo empezó.

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