**Diario de un Padre**
Hace cinco años, el mundo de Adrián Castellano se derrumbó para luego renacer con una luz distinta. Su hija Lucía, de seis años, un ángel con sonrisa de sol, comenzó a debilitarse. Los médicos, primero cautos, luego fríos como el mármol, dictaron su sentencia: un tumor cerebral incurable. Una palabra que nadie pronuncia sin temblar. Pero para Lucía no fue el final, sino un desafío que afrontó con la entereza de una reina.
Adrián y Carmen, con el corazón roto antes de entender que podía romperse, lo dieron todo para que su hija tuviera una vida normal. Soñaban con verla aprender a leer, sumar, disfrutar de un cuento antes de dormir. Lo que para otros era cotidiano, para ellos era un milagro.
Contrataron a una profesora, Isabel Martínez, mujer de manos cálidas y mirada sabia. A las dos semanas, notó algo alarmante: tras cada clase, Lucía palidecía, se agarraba la cabeza, pero insistía: “Quiero aprender, tengo que hacerlo”. Isabel, con voz firme, les advirtió: “No es cansancio. Deben revisarla. Urgentemente”.
Carmen, con ese instinto de madre, supo que algo iba mal. Llevaron a Lucía al hospital en Madrid. Adrián, hombre fuerte, se repetía: “Son cambios de la edad. Pasará”. No podía aceptar que su hija, su milagro tardío nacida cuando ya no podían tener más hijos, estuviera enferma.
Tres horas eternas. El médico, frío como enero, les entregó los resultados: “Tumor cerebral. El pronóstico no es bueno”. Carmen se desplomó. Adrián, petrificado, buscó segundas opciones: Barcelona, Alemania, Estados Unidos. Vendieron su negocio, su casa, su coche. Pagaron tratamientos experimentales, pero Lucía se apagaba. Sin embargo, nunca perdió su sonrisa.
Una tarde, mientras el sol teñía la habitación de oro, Lucía susurró: “Papá, me prometiste un perro para mi cumpleaños ¿podré jugar con él?”. Adrián, con la voz quebrada, le aseguró: “Claro, mi vida. Te lo prometo”. Esa noche, Carmen lloró sin consuelo. Adrián, frente a la ventana, rogó: “¿Por qué a ella? Llévame a mí”.
Al día siguiente, entró con un cachorro dorado de ojos bondadosos. Lucía, al verlo, rió por primera vez en meses: “¡Es precioso! Se llamará Lobo”. Desde entonces, fueron inseparables. Lobo fue su guardián, su voz cuando las palabras le fallaban. Los médicos le dieron seis meses. Vivió ocho. Quizás por amor a Lobo.
Cuando ya no podía moverse, Lucía le habló: “Pronto me iré, Lobo. Toma, esto es para que no me olvides”. Le colgó su anillo de oro en el collar. Murió en silencio, abrazada por sus padres, con Lobo a su lado.
Carmen enloqueció de dolor. Adrián se convirtió en un extraño. Y Lobo desapareció. Lo buscaron por Sevilla, en parques, callejuelas Un año después, Adrián abrió una casa de empeños y joyería: *Lobo*.
Hasta que un día, su ayudante Clara le dijo: “Hay una niña llorando”. Era Eva, de nueve años, con los mismos ojos que Lucía: oscuros, llenos de dolor. “Mi perro, Toro, está enfermo. No tengo dinero”, dijo, mostrando un anillo. Adrián lo reconoció al instante: el de Lucía.
“Póntelo”, le dijo, devolviéndoselo. “Su dueña estaría feliz de que lo cuidaras como ella cuidó a Lobo”. La llevó al sótano donde Toro agonizaba. Al verlo, el perro lamió su mano. “Lobo”, susurró Adrián.
En la clínica veterinaria, Toro se salvó. Carmen abrazó a Eva: “Ven con nosotros”. Pero días después, Eva no llegó. Lobo los guió hasta su casa, donde la encontraron malherida. “¡Es una ladrona!”, gritó su tía borracha. Adrián, helado, respondió: “Se viene con nosotros”.
Eva se recuperó. Y aunque los papeles no lo decían, se convirtió en su hija. Lobo dormía a sus pies, con el anillo en el collar. Cada noche, Eva le preguntaba: “¿La recuerdas, verdad? ¿A Lucía?”. Y él le lamía la mano, como diciendo: *”Sí. El amor no muere, solo cambia de forma”*.
De tanto dolor, nació un milagro. Uno llamado esperanza.
**Lección:** A veces, la pérdida nos enseña que el amor es eterno, aunque se esconda en otro nombre, en otro rostro. Solo hay que saber mirar.