La historia de una mujer
Tatiana y Borja eran considerados la pareja perfecta. Ambos atractivos, exitosos, con dinero, pero no tenían hijos. Los médicos se encogían de hombros, dando diagnósticos desalentadores.
Aun así, no perdían la esperanza. Iban a la iglesia, rezaban, visitaban lugares sagrados. Si escuchaban de una curandera en algún pueblo, iban corriendo. Una de ellas les dijo que tendrían un hijo, incluso más de uno, pero a través de dolor y pérdidas. Tatiana, emocionada, apenas prestó atención, solo recordó que debían tener fe.
“Con el dinero que tienen, podrían viajar y vivir para ellos. En vez de eso, se obsesionan. Los hijos son ingratos, no te dan ni un vaso de agua cuando eres mayor”, murmuraban a sus espaldas.
“Ya es mayor, ¿para qué quiere hijos? A su edad, debería pensar en nietos”. Pero, ¿de dónde vendrían los nietos si no tenían hijos?
Una vez, Tatiana le dijo a Borja que no lo ataba, que podía buscar una mujer más joven que le diera hijos. Él la miró de tal manera que ella se arrepintió y nunca más volvió a mencionarlo.
Y así vivieron. Tenían trabajo, un piso en Madrid, dinero, pero algo faltaba. Tatiana sabía que sería la mejor madre del mundo. Imaginaba acunar a un bebé, verlo dar sus primeros pasos, ir al colegio… A veces se convencía: “Mucha gente vive sin hijos. Es mi destino. Si Dios no me los da, será por algo”. Buscaba defectos en sí misma, razones por las que Dios la castigaba.
Quizás las oraciones ayudaron, quizás el cielo se apiadó de ellos. Un día, ocurrió el milagro en el que tanto creían.
Tatiana ya no llevaba la cuenta de sus ciclos. Cuando una mañana sintió náuseas, pensó que era algo que había comido. Pero al día siguiente volvió a sentirlo. Luego, el olor de la carne cocinándose le revolvió el estómago. ¿Sería posible? No, no podía ser. Aun así, compró dos pruebas de embarazo.
A veces anhelamos un milagro, pero al verlo, dudamos. Tatiana no lo creyó al instante cuando vio las dos rayas. Esperó impaciente a que Borja llegara del trabajo.
“Estoy embarazada”, soltó en cuanto él entró, mostrándole la prueba.
Se abrazaron fuerte, llorando de felicidad hasta que las lágrimas se secaron.
Borja no la dejaba cargar peso, ni siquiera ir al supermercado sola. Constantemente le preguntaba cómo se sentía.
“Deja de agobiarme. Mujeres mayores que yo han tenido hijos”, se quejaba Tatiana.
“No me importan las demás. Solo tengo ojos para ti. No quiero que os pase nada a ti ni al bebé”, decía él, besándola. “Además, me gusta cuidaros”.
Cuando su barriga creció, vecinos y compañeros no pudieron evitar comentar. Algunos se alegraban, otros no ocultaban su desaprobación.
“¿Habrán recurrido a la fecundación in vitro?”
“No llegará a término, o nacerá con problemas”, murmuró una vecina en el banco de la plaza. Tatiana se alejó rápido, acariciando su vientre y susurrando:
“No les hagas caso. Serás la más guapa y lista”. Ya sabía que sería una niña.
Antes evitaba las secciones infantiles, pero ahora entraba sin miedo, eligiendo la mejor ropa para su hija. En casa, la desplegaba y la admiraba, imaginando a su pequeña con esos vestiditos.
Cuando llegó el momento, eligieron la mejor clínica de Barcelona para una cesárea, sin querer riesgos. La niña nació sana. No pasaba un día sin que agradecieran al cielo por esa bendición.
Tatiana no tuvo leche, así que compraron las mejores leches de fórmula. Podían pasar horas mirando a la niña dormir. Luego vinieron los primeros dientes, las primeras palabras, los primeros pasos. Borja le propuso que no volviera a trabajar. Él ganaba bien, podían permitírselo.
“Nada de guarderías, ahí solo cogen enfermedades”.
La niña se convirtió en el centro de su vida. Aitana creció rodeada de amor, una niña bonita y obediente.
El problema es que uno se acostumbra a la felicidad y deja de verla.
Aitana ya iba al colegio. Una tarde, hacía los deberes, Borja leía el periódico y Tatiana preparaba la cena. Al ir a cortar verduras para la ensalada, recordó que no tenía mahonesa.
“Borja, voy un momento al súper”, dijo.
“Mm”, respondió él, sin levantar la vista.
Al regresar, terminó la ensalada. Pero cuando fue a llamar a Aitana, no estaba.
“Borja, ¿dónde está Aitana?”
“Fue un momento a casa de Nerea”.
“¿Hace mucho?”
“Cuando saliste”.
Eran las seis y media. Dicen que las madres sienten cuando algo malo pasa, pero Tatiana no sintió nada. Nerea vivía en el edificio de al lado. No había motivo para preocuparse.
Cenaron sin ella. Luego, Tatiana llamó a casa de Nerea.
“Hola, soy la madre de Aitana. ¿Podría volver?”
“No está aquí. Pensamos que no la habíais dejado venir. ¿Pasa algo?”
“¿Cómo que no está?”, gritó Tatiana, dejando caer el teléfono.
Salieron corriendo a buscarla. Ya era de noche, las farolas encendidas. Preguntaron a vecinos, gritaron su nombre, pero Aitana había desaparecido.
Borja llamó a la policía.
“No os preocupéis, la encontraremos”, les dijo un agente.
Esperaron en casa, saltando con cada llamada. Pero Aitana no apareció. Tatiana no dormía, solo breves descansos. Los días pasaron sin resultados.
Prohibía