Una historia de antaño contada por una abuela llena de amor

Hace mucho tiempo, en un pueblo junto al Guadalquivir, vivía una niña llamada Lucía Alonso. Quien cuenta esta historia es ahora una abuela que cría a sus dos nietas en Sevilla, y jura que cada palabra es cierta…

La pequeña corría por el parque en penumbra, donde brillaba el estanque bajo la luna llena. Cerró los ojos y se lanzó al agua desde la orilla pedregosa. Una corriente cálida la envolvió, hasta que unas manos vigorosas la sacudieron en el aire: «¡Niña, ¿has perdido el juicio?! ¿Dónde están tus padres?».

Lucía escupió agua intentando abrir los ojos, pero el pelo mojado le tapaba la vista. «Por favor, ¡déjeme!», suplicó temblorosa. Alguien la depositó en la hierba, le cubrió los hombros con una manta de lana y apartó suavemente sus rizos. Al mirar, vio un anciano bajito con barba entrecanosa donde se enredaban juncos y azucenas.

«¿Quién es usted?».

«El duende de este río. ¿No lo crees? Vaya tiempos, hasta los críos dudan de la magia. ¿Qué te empujó a esto?».

La niña rompió a llorar: «Mamá ya no me quiere. Desde que papá se fue, solo grita. Hoy me golpeó…».

El duende suspiró, acariciando su cabeza: «A mí nadie me quiere. El chico del bloque nuevo me llama “musaraña” y la conserje me amenaza con la escoba».

«Pobre corderillo —murmuró el anciano—. Toma esta concha, viene del mar de Cádiz. Cuando te hieran, acércatela al oído». El objeto desprendía un calor suave y brillaba como el ámbar.

«Promete pasarla a quien la necesite más. Ahora, vete a casa, zagala».

El duende la ayudó a levantarse y se esfumó entre juncos. Al llegar, su madre alzó la mano iracunda, pero Lucía apretó la concha contra su oreja:

«¿Qué estoy haciendo? Es mi sangre, mi vida… Todo por ese maldito…».

«Te quiero, mamá —susurró la niña abrazándola—. Papá volverá. Solo deja el vino y no me grites». Ambas lloraron abrazadas.

Al día siguiente, en la puerta, la conserje Tía Rosa levantó la escoba. Lucía sonrió y usó la concha:

«¿Por qué les grito a los niños? Seguro es por mi desvelo con Gatopardo, ese tunante…».

«¡Tía Rosa! Vi a su gato ayer con una siamesa en la plaza. Volverá», dijo la niña corriendo hacia los columpios.

Un chaval le bloqueó el paso: «¿Llorica quiere volar?».

La concha susurró: «Es linda. ¿Cómo hablarle? ¡Le daré un susto!».

«Soy Lucía —sonrió ella—. ¿Me ayudas a empujar el columpio? Me encanta llegar alto».

En su primer día de primaria, mientras su madre planchaba lazo y freía churros, Miguel del tercero B la esperaba para cargar su mochila. En el recreo, Lucía vio a un niño llorando junto a la valla:

«Soy Lucía. ¿Qué pasa?».

«Mi padre trabaja en Alemania. Los abuelos se pelean… Nadie me quiere».

La niña sacó la concha brillante.

A veces, basta escuchar el alma ajena y regalarle un puñado de fe, esperanza… y mantecados recién horneados.

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