Un bebé para una amiga
Cuando Lucía estaba ya en la recta final de su embarazo, su hermano pequeño se fue de casa, su padre volvió a caer en la bebida, y desde entonces la vida de Lucía se transformó en un drama digno de una telenovela, pero sin decorados bonitos.
Cada mañana, Lucía abría todas las ventanas para ventilar el piso, recogía las botellas vacías del salón y se sentaba a esperar a que su padre decidiera despertar de su embriaguez.
Papá, no deberías beber. Si casi no superas el ictus.
Bebo porque quiero. ¿Quién me va a impedir? Así se lleva mejor el dolor.
¿Qué dolor?
El de saber que no le importo a nadie. Ni siquiera a ti. Soy un estorbo, Lucía. He desperdiciado mi vida: para qué habré nacido, para qué me casé y traje hijos al mundo, hijos que solo han heredado mi falta de carácter, mi debilidad y mi pobreza. Todo ha sido en vano. Hija, lo más fácil es beber.
Lucía, que ya se levantaba cada día más torcida que una gaita, se sulfuraba.
No digas barbaridades, papá. Hay quien está muchísimo peor.
¿Peor? ¡Si tú creciste sin madre! Y ahora tu hijo tampoco tendrá padre, y seguirá el ciclo de la miseria.
No seas tan dramático, papá. Nada dura para siempre, todo puede cambiar en cualquier momento.
Lucía suspiró y recordó, con nostalgia, los días no tan lejanos en los que pensaba casarse con Ismael. El mundo había girado del revés, pero la vida seguía.
Ese día, su padre se emborrachó otra vez y Lucía, harta, soltó:
¿Te has bebido los euros que tenía ahorrados? ¿Cómo los encontraste? ¿Has rebuscado en todas mis cosas?
Todo en esta casa es mío proclamó don Arturo desde su trono de sofá, con voz de oráculo, hasta la pensión que escondes de mí. ¡Mi pensión!
¿Y te la has fundido toda? ¿No se te ocurre pensar cómo vamos a comer?
Pero ¿por qué tengo que pensar yo? Si ya soy un cascajo. Eres tú la que tiene que cuidarme ya que eres adulta.
Lucía revisó todos los armarios.
Juraría que quedaban dos paquetes de macarrones y una botella de aceite. Ahora no hay nada. ¿Tú me puedes decir qué vamos a cenar?
Estaba tan contrariada que solo pudo sentarse, taparse la cara y pedirle paciencia a la Virgen del Carmen.
Nadie la había preparado para lo que estaba pasando: tía Rosario se dedicaba, durante sus ausencias, a darle al padre más vino que a una paella y de paso vaciar la despensa.
Como una culebra silenciosa, Rosario se había colado en la casa y hacía lo posible por dejar la familia por los suelos.
Aquella noche, Lucía lloró hasta quedarse dormida. Se acostó derrotada y con hambre.
Por la mañana, sonó la puerta y entró, pisando fuerte, doña Rosario. Venía con su abrigo de marca, unos botines de tacón y sin el más mínimo deseo de descalzarse, de esos que parecen querer marcar territorio.
Buenas, guapa. Mi amiga Encarna, la del ayuntamiento, me ha avisado de que debéis un dineral de electricidad y pronto os van a cortar la luz. ¿Qué está pasando, Lucía? ¿Me invitas a un té o algo?
Sin molestarse en esperar respuesta, Rosario se fue directa a la cocina, a fisgonear en la nevera y los armarios.
Hago yo el té, que tú estás embarazada, como mi hija Carmen… Oye, aquí no hay ni azúcar ni infusión. Y de comida, menos todavía. ¿Quieres que vayamos al súper?
Lucía, mirando la ventana como quien mira el infinito:
Mire, tía Rosario, ni té ni gaitas. Será mejor que se vaya.
Rosario, de irse, nada.
No me hagas esto, corazón. Tienes un problema, eso está claro. ¿Recuerdas que te ofrecí venirte a vivir a mi casa? Esta vez no te lo pido, te lo exijo: vente conmigo. Aquí no hay condiciones para el bebé que viene. Tu padre bebe, tú pasas hambre. Ni fruta, ni vitaminas. Venga, haz la maleta y nos vamos.
Lucía se dejó caer en una silla, con la cabeza dando vueltas, y las lágrimas comenzaron a rodar. Rosario la abrazó por pura costumbre:
Escúchame, niña, sé cómo me miras. No me he ganado tu perdón, ya sé que mi hija se quedó con tu novio. Pero no me sale dejarte tirada, y quieras o no, voy a cuidar de ti.
A partir de ahí, Lucía sintió que estaba viviendo un sueño raro: Rosario le preparó una bolsa y llamó a un taxi.
***
El día que a Lucía le empezaron las contracciones, Rosario no la dejó ni ir sola al baño.
Escúchame bien, Lucía. Ya le he dicho a los médicos que quieres dar el niño en adopción. Así que cuando nazca, ni lo mires ni lo cojas. No te encariñes.
Lucía, entre dolor y dolor:
Tía Rosario, ahora mismo no me importa nada. Solo quiero que acabe este suplicio.
No lo olvides, que te lo digo por tu bien. Ya tengo apalabrada una familia decente que está dispuesta a adoptar en cuanto salga el bebé.
Horas después, nació una niña.
Tres kilos trescientos, sanita y bien fuerte anunció la matrona.
La enfermera envolvió el bulto rechoncho en la sábana y se la llevó de inmediato, sin dejarla ver a Lucía.
Pero la pediatra, seria como si fuera la directora de un instituto pijo, se acercó a Lucía:
¿Pero esto qué es? Tienes una niña preciosa y no quieres ni verla Carmen, trae la niña y ponla al pecho de su madre, y punto.
Lucía negó, apartando la cara:
No quiero. No tengo ni para comer, ni quería tenerla Hay gente a la que le vendría mucho mejor esta niña, yo firmaré la renuncia, que la adopten otros
No digas tonterías. Por lo menos, mírala.
Lucía apretó los ojos, pero sintió una manita cálida tocarle la piel.
La enfermera dejó a la criatura a su lado, que se agitaba buscando el pecho de su madre, con las manitas como pajarillos ciegos.
Venga, mamá, dale de comer a la niña sonrió la doctora, que se animó al ver la cara de Lucía, sorprendida y temblorosa por el primer contacto.
Es preciosa, Lucía. Ella TE necesita, no unos padres adoptivos, ¿lo entiendes?
Lucía empezó a llorar, abrazando a su hija y asintiendo como si le hubieran dado la clave de la vida.
Durante dos horas, Lucía no pudo apartar los ojos de ella.
Así es como se le despertó el instinto de madre.
Ya tengo un motivo para vivir: mi hija.
Y da igual lo que haya hecho Ismael o las tonterías que haga papá Mi hija me necesita, así que aquí me quedo.
***
Lucía se despertó al oír la voz de Rosario.
Entró la señora, con bata encima del pijama, mirando como una inspectora de hacienda.
¿Te acuerdas del trato? preguntó bajito, con tono de mafia. Dijiste que darías a la niña en adopción. Ya he conseguido quién la quiere y están esperando.
Lo siento, Rosario, no quiero darla. Me he arrepentido.
¡Pero si no tienes ni un euro! ¿Cómo piensas mantenerla? ¿Pidiendo en la Plaza Mayor con una guitarra?
Con el grito despertó a la niña, Lucía se levantó para cogerla.
¡No la toques! La balanceo yo y le doy el biberón. Les decimos a los médicos que no tienes leche ordenó Rosario.
Lucía negó con la cabeza.
Aquí decide la madre. No voy a renunciar a mi hija, se acabó.
Pero si lo prometiste Rosario abrió la boca como una rana disecada.
Lárguese.
Rosario salió hecha una furia. La compañera de habitación, que fingía dormir, levantó la cabeza:
¿Quién era esa?
Una tía.
Madre mía. No le hagas caso. Haces bien en quedarte con tu hija. Yo me llamo Vega, para lo que necesites. Que aún quedan personas decentes en el mundo.
Lucía. Encantada, Vega. Y sí, esa señora seguro que quería llevarse a mi hija y salir corriendo.
***
Antes de la alta médica, Lucía recibió visita. No le dejaron entrar en la habitación, así que salió al pasillo.
Allí estaba su exmejor amiga, Carmen, con tripa de ocho meses.
Hola.
Lucía se sentó en el banco.
Carmen la imitó.
Me han dicho que ya eres madre.
Sí. Es una niña.
Carmen miraba a los lados.
Lucía, verás Mi madre ha encontrado una pareja que quiere adoptar a tu hija.
¿Y?
Son buena gente, de verdad. Tienen pasta y harían cualquier cosa por la niña.
Carmen bajó la voz y le cogió la mano:
Ofrecen cincuenta mil euros, ¡cincuenta mil! Con eso te da para poner la entrada de un piso, o por lo menos para una habitación en una residencia.
Vaya, ¿y por qué no les das tú tu propia hija, que tanto te preocupa?
A Carmen se le hincharon los mofletes, pero seguía con la pantomima de amiga preocupada.
Bueno, pues si no la quieres dar en adopción, dámela a mí. Al fin y al cabo, también es hija de Ismael.
¿Te vas a apañar con dos bebés?
¡No entiendes nada, Lucía! ¡Mi familia se está yendo al traste!
Lucía se levantó y Carmen le agarró del brazo, los ojos como platos:
¡Necesito a esa niña, Lucía!
Suéltame.
Dos horas después, quien irrumpió en la habitación fue el mismísimo Ismael. Lucía dio un salto al verle.
¿Ya has parido? ¿Puedo ver a la niña?
¡No! Ya pronto tendrás tú la tuya con Carmen, allí tienes espectáculo.
Hay que hablar, Lucía. Desde que nació la niña no he pegado ojo. Quiero llevármela yo. Renuncia a ella y la adopto oficialmente.
Lucía negó con la cabeza:
No soy de esas que renuncian a quien las necesita. No sé a qué has venido, pero la niña no la tienes.
Ismael se plantó, no se iba ni empujándole.
¡Dame mi hija! ¡Ni siquiera debiste quedarte embarazada de mí! ¡Me pertenece!
¿Tú? ¿El consentido de tu madre? Corre, primero pídele a tu mamá permiso
Lucía agarró a su hija y se fue derecha al control de enfermería.
Por favor, ¿puede decirse que no permita la entrada a nadie a mi habitación? Estoy harta de visitas, esto parece la estación de Atocha.
Epílogo
El día del alta, Lucía salió por fin del hospital con su hija en brazos.
No estaba sola: también dieron de alta a su compañera Vega, a quien esperaban su marido y su madre.
Lucía se detuvo en la puerta, al ver un coche aparcando: los Ortega, los padres de Ismael.
Del coche salió la suegra frustrada, doña Mercedes, que alargaba el cuello como una cigüeña y la escrutaba con recelo.
Lucía sintió el pelo erizarse.
La ex-suegra la miraba igual que una loba hambrienta.
Vega, viendo el cuadro, se acercó:
¿Quiénes son esos?
Los padres de Ismael.
Vaya, te vigilan como quien espera a que saquen los polvorones en Navidades. Vente con nosotros, ya sabes que mi madre te ha preparado un cuarto.
Lucía asintió, sintiendo alivio por primera vez en meses.
***
Viviendo con sus nuevos amigos, Lucía descubrió lo que es el amor: el primo de Vega, Juan, soltero de oro y apañado, empezó a hacerle la corte.
Resultó ser buen tipo, cariñoso y responsable. No solo se casó con Lucía y adoptó a la niña, sino que hasta ayudó al abuelo cascarrabias.
¿Y Carmen y Ismael? Pues, su amor duró lo mismo que una gaseosa abierta.
Resultó que Carmen fingía estar embarazada; llevaba una barriga postiza y se lo creyó hasta la suegra. Rosario, para tapar el lío, confesó a su yerno que en realidad nada de embarazo, que su Carmen había tenido un aborto silencioso y que había pensado en un plan B.
Isma, hijo, no te enfades, pero ya que no hay embarazo y tienes una hija fuera, ¿por qué no adoptáis a la niña de Lucía y todos tan contentos? No decimos nada a los abuelos, y cuando Lucía dé a luz, decimos que la niña es de Carmen.
A Ismael le pareció una maravilla.
El plan funcionó hasta que Lucía, con más carácter que una gitana en rebajas, decidió que su hija era suya y solo suya.
La madre de Ismael, doña Mercedes, se dio cuenta de la tomadura de pelo, echó a Carmen de casa y obligó a su hijo a divorciarse.
Fin del sainete.







