Una hija para mí

Vera entró en el piso y escuchó. Se quitó rápido el abrigo y los zapatos, y fue directo a la habitación de su madre.

Ella estaba acostada en la cama, encima de la colcha. Los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre el pecho.

—¡Mamá! —gritó Vera, asustada.

—¿Por qué gritas? —La madre abrió lentamente los ojos.

—Me asustaste. Estabas ahí como… —Vera se quedó callada.

—Solo esperas mi muerte. No te preocupes, falta poco —murmuró la mujer, molesta—. ¿Por qué llegas tan tarde?

—Mamá, ¿por qué hablas así? De verdad me asusté. Fui al supermercado después del trabajo, solo me retrasé quince minutos —se justificó Vera—. ¿Necesitas algo? Voy a preparar la cena.

La madre siempre había estado enferma, desde que Vera tenía memoria. Iba al ambulatorio como si fuera su trabajo. Volvía y se quejaba de que los médicos eran unos inútiles, que malgastaban el dinero público. No sabían ni diagnosticar ni tratar.

Tuvo a Vera tarde, a los cuarenta años. «Para mí», como se dice. Vera nunca tuvo padre. Su madre cortaba cualquier conversación sobre él. Cuando Vera creció, revisó los dos álbumes de fotos de la casa, pero no encontró ni una imagen de ningún hombre.

—Quemé todas. ¿Para qué guardar fotos de un traidor? —respondió la madre—. Tú, hija, no confíes en los hombres. Aléjate de ellos.

No dejó que Vera fuera de excursión con el cole más de un día.

—No tenemos dinero para eso. Ya viajarás cuando seas mayor. ¿Y si me pongo mala y no estás? Si me muero, te quedarás sola en este mundo —decía.

Ante cualquier cosa, la madre se agarraba el pecho. Vera siempre se asustaba, corría por las pastillas. Sabía de memoria dónde estaban, cuáles eran para el corazón y cuáles para los nervios. Por eso, desde pequeña, soñó con ser médica y curar a su madre.

Pero en su ciudad no había facultad de medicina. Irse a estudiar a otro sitio ni se planteaba. ¿Quién cuidaría de su madre? Vivían con lo justo, y ahora, con la pensión de la madre, apenas llegaban a fin de mes. Así que Vera empezó a trabajar.

Cerca de casa había una notaría pequeña. Vera entró sin más, preguntando si tenían trabajo. Cayó de perlas.

La oficina tenía pocos empleados. En recepción había una chica embarazada que atendía llamadas y limpiaba. Llevaba tiempo pidiendo una limpiadora, pero la jefa no contrataba a nadie. Vera llegó en el momento justo.

Al principio, solo limpiaba. Pero poco a poco, ayudaba con papeles, hacía fotocopias, atendía clientes. Cuando la secretaria se fue de baja, Vera asumió su trabajo y su sueldo.

En el insti, le gustaba un chico del barrio. Iban juntos a casa, hasta la invitó al cine. Fue entonces cuando su madre la advirtió: «Los hombres solo quieren una cosa. Te usan y se van. Y tú terminarás criando sola, como yo».

—¿Papá también te engañó? ¿Por eso quemaste sus fotos? —preguntó Vera.

La madre se turbó pero se recuperó rápido.

—No, con tu padre fue distinto. Nos queríamos, nos casamos, luego naciste tú. Pero al final me dejó por una más joven. Todos traicionan. No confíes en ninguno.

No mencionó que Vera fue hija «para mí», sin marido.

El chico del barrio se fue a la universidad. Luego Vera lo vio con otra. «Todos son iguales», recordó las palabras de su madre.

En la notaría, clientes jóvenes coqueteaban con Vera. Pero ella los rechazaba. Además, su madre siempre necesitaba algo: la tensión, la espalda, las articulaciones… Y últimamente, más el corazón.

Si algún hombre aparecía, la madre llamaba: «Vera, ven, me duele el pecho». Vera corría, llamaba a urgencias. El médico ponía una inyección y se iba. El pretendiente, también.

Así pasó la juventud. La madre seguía en la cama, «enferma», sin salir. Los hombres dejaron de mirar a Vera. Iba sencilla, el pelo recogido, sin maquillaje. Entre compañeras y clientes arregladas, pasaba desapercibida.

Una vez, la médico de urgencias la apartó:

—Tu madre te manipula. No tiene nada grave. Debes ser firme. Tienes que vivir tu vida.

Vera se indignó, pero luego reflexionó. ¿Era verdad? Nunca había salido, ni besado a nadie salvo aquel chico. ¿Y si su madre fingía para retenerla?

Un día, helado, Vera casi se cae. Un hombre la sostuvo.

—Gracias.

—¿Te acompaño? —Él cogió su bolsa y caminó con ella.

—¿Sabes dónde vivo?

—Sé mucho de ti. Mi tía habla maravillas.

Era el sobrino de Anna, la vecina. Hablaron un rato en la puerta.

—Me llamo Miguel. ¿Salimos a tomar algo?

A Vera le gustó.

—Quizá —dijo, ruborizándose.

Entró en casa, el corazón acelerado.

—¿Con quién hablabas? —gritó la madre.

—El sobrino de Anna. Solo saludamos.

—¿Y por qué esos ojos? ¡Cuidado conmigo!

—No me invitó a nada. Voy a hacer la cena.

El hombre venía de Israel. Quería que Vera se fuera con él.

—Llévate a mi madre también —dijo él.

—No podría. El calor, su salud… No iría.

Antes de que Miguel se marchara, Vera fue a su casa. No quería perderse aquello.

—¿Ya te rindiste? ¿Y si te quedas embarazada? Él se irá y tú sola —le espetó la madre después.

—¿Cómo sabes que se fue? —Vera la miró fijamente—. No sales de casa. ¿Me has estado mintiendo todo este tiempo? ¿Para que no me fuera? Me convertiste en tu cuidadora. No tengo marido, hijos, nada…

La madre palideció, le faltó el aire. Vera llamó a urgencias. Le diagnosticaron un problema cardíaco grave.

Tras el alta, Vera la cuidó con más esmero, pero solo recibía reproches.

—Falta poco, pronto te librarás de mí…

Poco después, Vera supo que estaba embarazada.

—Voy a tenerlo. Quiero a este niño. Escuché toda mi vida. ¿Quién me cuidará a mí? Es mi única oportunidad.

La madre calló. Esa noche, Vera acarició su vientre, imaginando su vida con su hija. ¿Sola? ¿Y su madre?

Por la mañana, encontró a su madre muerta.

No sintió culpa, sino alivio.

Tiempo después, llamaron a la puerta. Era Miguel.

—Mi tía me contó lo de tu madre. ¿Es mío el bebé?

—Sí.

—Ahora, ¿vendrás conmigo?

—Iré.

Miguel volvió a Israel para tramitar los papeles. Vera tuvo una niña y vendió el piso. No se llevó ningún recuerdo.

No todas las madres e hijas se entienden. La de Vera quiso protegerla, pero la hizo infeliz. Por suerte, conoció a Miguel. Sin él, habría vivido tan sola como su madre.

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MagistrUm
Una hija para mí