Una habitación para tres

**Una habitación para tres**

Marina Fernández contemplaba el certificado de realojo con una expresión que parecía sostener una sentencia. Una pequeña habitación en la residencia del instituto técnico sería su nuevo refugio después de cuarenta años viviendo en su propio piso. Y no cualquier habitación, sino una compartida con otras dos profesoras.

—¿Y dónde guardaré mis cosas? —suspiró, dirigiéndose al conserje, don Esteban, un hombre mayor de bigotes canosos y aire bonachón.

—Doña Marina, ¿qué le vamos a hacer? —se encogió de hombros—. La residencia está a rebosar, la reforma del ala de profesores se ha demorado. Como ve, el techo gotea y la instalación eléctrica es vieja. Los obreros prometen terminar para finales de septiembre. La dirección ha decidido alojarla temporalmente con doña Dolores y doña Carmen.

Marina negó con la cabeza. A sus cincuenta y siete años, no imaginaba tener que compartir espacio de nuevo. Tras el divorcio, el piso quedó en manos de su exmarido —él figuraba en el padrón antes que ella—. A ella solo le quedó su trabajo: dar clases de literatura en un pequeño pueblo. El sueldo apenas alcanzaba para un alquiler, y cuando el director le ofreció una habitación en la residencia, no tuvo más remedio que aceptar.

—Aquí tiene las llaves —dijo don Esteban, tendiéndole un manojo—. Tercera planta, habitación trescientos doce. Doña Dolores y doña Carmen ya saben de su llegada.

Con el corazón apretado, Marina cogió las llaves y se dirigió al ascensor. Solo llevaba una maleta con lo indispensable; el resto de sus cosas las guardaba temporalmente una vecina de su antigua casa.

La habitación no era tan pequeña como temía. Mobiliario sólido de otra época: tres camas, tres mesillas, un armario grande y un escritorio junto a la ventana. Dos camas ya estaban ocupadas, cubiertas con colchas distintas —una azul con flores, otra granate con borlas—.

—¿Usted será Marina Fernández? —sonó una voz a sus espaldas.

En la puerta estaba una mujer mayor, pelo gris peinado con pulcritud y gafas de montura fina. Su postura y traje severo delataban a una profesora con décadas de experiencia.

—Sí —respondió Marina, tendiendo la mano—. ¿Y usted…?

—Carmen Gutiérrez, matemáticas. Treinta y dos años en este instituto —el apretón de manos fue breve y seco—. Su cama es la de la ventana. El armario lo dividiremos en tres, a usted le toca la parte izquierda. El horario de duchas está en la puerta; no llegue tarde, el agua caliente sigue un programa.

Marina asintió, sintiéndose como una estudiante de primer curso.

—¿Y dónde está Dolores?

—Hoy le toca turno en el comedor —Carmen apretó los labios—. Es profesora de química, una mujer… peculiar. Le gusta escuchar la radio por las mañanas y secar hierbas aromáticas. El olor se impregna en todo.

«Aquí empieza», pensó Marina mientras deshacía la maleta. Convivir con dos desconocidas de su edad, cada una con sus manías, no sería fácil.

Conoció a Dolores aquella misma tarde. Una mujer entrada en carnes, de pelo teñido de rojo cobrizo, irrumpió en la habitación con bolsas llenas de manzanas.

—¡Chicas, mirad lo que traigo! ¡De la huerta, para todas! —Al ver a Marina, aplaudió—: ¡Ay, ya ha llegado! ¡Dolores Ruiz, encantada!

Le estrechó la mano con energía.

—¿Quiere una manzana?

—Gracias —Marina aceptó la fruta, aunque no tenía hambre—. Mucho gusto.

—Dolores, quita esas hierbas del alféizar —intervino Carmen al instante—. Ahora somos tres, el espacio es limitado.

—No seas gruñona, Carmela —Dolores hizo un gesto despreocupado—. ¡Hay sitio de sobra! Doña Marina, usted da literatura, ¿verdad? ¡He oído hablar de usted! ¿Que escribe poemas en clase?

Marina se ruborizó:

—A veces, para hacer las lecciones más amenas…

—¡Qué maravilla! —exclamó Dolores—. En cambio, yo tengo esto.

Mostró sus manos, marcadas por pequeñas quemaduras de reactivos químicos.

—Daños del oficio —sonrió—. Pero mis alumnos aprenden: ¡la química no perdona!

Carmen resopló, abriendo un libro de forma ostentosa. Parecía que el silencio y el orden eran su religión.

—¿Un té, chicas? —propuso Dolores, sacando una pequeña tetera eléctrica.

—No, gracias —declinó Carmen—. Tengo que corregir exámenes.

Marina, sorprendiéndose a sí misma, aceptó:

—Yo sí tomaré uno.

Mientras bebían, Dolores habló de su huerto, de sus nietos, de cómo el director del instituto había sido su alumno años atrás. Hablaba sin parar, pero con una calidez que hizo que Marina se relajara.

—¿Cuánto llevan aquí? —preguntó Marina.

—Tres años —suspiró Dolores—. Mi hija y su marido alquilan un piso, pero no me llaman; dicen que es pequeño. No me ofendo, los jóvenes necesitan su espacio. Los fines de semana voy a la huerta, es mi refugio. Y Carmela —bajó la voz— lleva siete. Su marido falleció, y el piso se lo dejó a su hijo, que se casó y tuvo niños.

Carmen no levantó la vista de los exámenes, pero su espalda rígida delataba que escuchaba cada palabra.

La primera noche fue inquieta. Marina dio vueltas en la cama nueva. Carmen roncaba suavemente, y Dolores murmuraba en sueños. Las paredes eran delgadas, y los estudiantes del pasillo no parecían tener sueño.

La mañana comenzó con música animada de un pequeño transistor de Dolores.

—¡Buenos días, vecinas! —canturreó, sirviendo el té.

Carmen frunció el ceño:

—Dolores, baja el volumen, por favor.

—¡Ay, perdón! —ajustó el sonido—. Es mi rutina. Doña Marina, ¿tiene clase pronto?

—A segunda hora —respondió, arreglándose frente a un espejo pequeño.

—Entonces le da tiempo a desayunar bien. ¡Hoy hay tortitas en el comedor!

La primera semana fue de adaptación: turnos para la ducha, negociar el espacio, aprender a convivir. Carmen era meticulosa —las toallas debían colgarse por tamaño, el calzado alineado—. Dolores, en cambio, vivía en un caos organizado: sus frascos de infusiones siempre ocupaban la mesa.

Una tarde, Dolores entró agitada:

—¡Chicas, problema! ¡Se rompieron mis tubos de ensayo, han cerrado el laboratorio! ¡El director está furioso!

Carmen se ajustó las gafas:

—Te lo dije: no guardes reactivos en armarios viejos.

—¿Y qué querías que hiciera con el material anticuado? —Dolores levantó las manos—. Nos quitarán la paga extra, seguro.

—No lo harán —Marina habló con calma—. Llamaré a un antiguo compañero de la consejería. Puede que consigamos fondos para renovar el laboratorio.

Dolores la miró con esperanza:

—¿En serio? ¡Sería un alivio! Con lo que cuesta llegar a fin de mes… Sobre todo cuando vienen los nietos.

Hasta Carmen se suavizó:

—Si puede ayudar, sería maravilloso. Este instituto está en las últimas.

Esa noche, por primera vez, tomaron el té juntas y hablaron sin reservas. Carmen contó que su hijo enY así, entre risas y confidencias, las tres mujeres descubrieron que, aunque la vida las había llevado por caminos distintos, ahora compartían algo más que una habitación: una amistad que las hacía sentirse menos solas en un mundo que a menudo olvida a quienes ya no son jóvenes.

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