La familia ajena terminó siendo la mía
Doña Carmen Solís solía decir que el destino tiene la costumbre de sorprender a las personas cuando menos lo esperan. Pero ni en sus sueños más atrevidos imaginó un giro semejante en su vida.
Todo comenzó cuando una joven pareja se mudó al piso de al lado. Las paredes de aquel edificio antiguo eran delgadas, y Doña Carmen, sin querer, escuchaba sus conversaciones, sus discusiones, el llanto del bebé. Al principio, eso la irritaba: a sus sesenta y ocho años, estaba acostumbrada a la tranquilidad. Sin embargo, poco a poco, aquellos sonidos se volvieron familiares, casi entrañables.
El primer encuentro ocurrió en el portal, frente a los buzones. La joven mujer intentaba sacar el correo mientras sujetaba a su hijo, que lloraba sin consuelo. Sin pensarlo, Doña Carmen se acercó.
—Déjeme ayudarle— dijo, extendiendo los brazos hacia el niño—. Usted recoja las cartas y yo lo calmaré un poco.
—¡Muchísimas gracias!— respondió la madre con una sonrisa agradecida—. Me llamo Lucía. Y este es nuestro pequeño Álvaro, que apenas tiene cuatro meses.
—Carmen Solís, para servirle— se presentó la vecina, tomando al niño con cuidado—. ¡Ay, qué hermoso está! Parece un angelito.
Álvaro se calmó al instante, como si reconociese el cariño en aquellas manos. Lucía la miró asombrada.
—¡Tiene usted manos mágicas! En casa no para de llorar, y con usted se calla en seguida.
—Cosas de la edad, hija— suspiró Doña Carmen—. Crié a mis dos hijos y cuidé de mis nietos. Pero ya son mayores, y mis hijos viven lejos.
Desde entonces, Lucía empezó a visitar a su vecina con frecuencia, ya fuera para pedir consejo sobre la papilla, el sueño del niño o simplemente para charlar. Doña Carmen siempre la recibía con los brazos abiertos.
—Doña Carmen, ¿le importaría quedarse con Álvaro un par de horas?— le pidió Lucía un día—. Tengo cita con el médico, y con un bebé en brazos se hace eterno.
—Claro que no, cariño. Álvaro y yo ya somos amigos, ¿verdad, mi vida?
Con el tiempo, estas peticiones se volvieron habituales. Sin darse cuenta, Doña Carmen se encariñó profundamente con el niño. Él la reconocía, le sonreía, y cuando empezó a hablar, una de sus primeras palabras fue “yaya”. Lucía se reía, diciendo que había confundido a las abuelas.
El marido de Lucía, Javier, al principio desconfiaba de la vecina. Era un hombre reservado, de pocas palabras. Trabajaba como conductor y llegaba a casa cansado y taciturno.
—¿Por qué siempre estás con esa señora?— refunfuñaba—. ¿Es que no sabes valerte por ti misma?
—Javi, es muy buena persona. Y me ayuda con Álvaro. ¿Te imaginas cómo hubiera sido sin ella?
—Nos las habríamos arreglado. No me gusta que extraños se metan en nuestras cosas.
Pero el destino tenía otros planes. Javier tuvo un accidente laboral. No fue grave, solo una fractura en la pierna, pero estuvo dos meses de baja. El dinero escaseaba.
Lucía iba de un lado a otro, entre su marido, el niño y la búsqueda desesperada de algún trabajo extra. Álvaro, notando el estrés de su madre, se volvió irritable. La casa se llenó de tensión.
—No puedo más— sollozó Lucía un día en casa de Doña Carmen—. Javier está siempre de mal humor, Álvaro no para de llorar, y el dinero no alcanza. No sé qué hacer.
—Tranquila, hija— la abrazó la anciana—. Todo se arreglará. Tráeme a Álvaro durante el día, así podrás buscar trabajo con calma.
—Pero no tendré cómo pagarle…
—¿Quién ha dicho nada de dinero? Para mí es un gusto. La soledad cansa.
Lucía encontró trabajo como dependienta en una tienda pequeña. El horario era irregular, pero al menos entraba algo de dinero. Álvaro pasaba los días enteros con Doña Carmen. Ella le daba de comer, lo sacaba a pasear, le contaba cuentos.
Javier, aunque al principio protestó, acabó por resignarse. Sobre todo cuando vio cómo su hijo iluminaba al ver a la vecina.
—Es cosa rara— murmuraba para sí—. Una señora que no es de la familia, y el niño la quiere más que a su propia abuela.
Y es que la abuela, la madre de Javier, sí existía. Vivía en el mismo barrio, pero apenas se interesaba por su nieto. Lo visitaba un par de veces al año, con regalos fríos y sin ganas de quedarse. Tenía sus propios problemas.
—Ya os dije que los hijos son una carga— le soltaba a Javier—. Ahora lidiáis con las consecuencias. Debisteis pensarlo mejor.
Doña Carmen, al escuchar semejantes palabras a través de la pared, movió la cabeza con tristeza. ¿Cómo era posible hablar así de un nieto?
Pasaron los meses. Álvaro creció, empezó a caminar, a hablar con frases completas. Insistía en llamar “yaya” a Doña Carmen, a pesar de los intentos de Lucía por explicarle que era su vecina.
—Mi yaya— repetía el niño, abrazándole las piernas.
—Déjalo— reía Doña Carmen—. A mí me encanta.
Javier se recuperó y volvió al trabajo. La situación económica mejoró, pero Álvaro seguía pasando gran parte del tiempo con la vecina. Se había vuelto una rutina, casi una necesidad.
Los problemas resurgieron cuando Lucía quedó embarazada de nuevo. El embarazo fue difícil, con náuseas constantes y agotamiento. Doña Carmen asumió aún más responsabilidades con Álvaro.
—Qué haríamos sin usted— suspiraba Lucía—. Es como una segunda madre para nosotros.
—Y vosotros sois mi familia— sonreía la anciana.
Pero no todo fue fácil. Una tarde, llamaron a la puerta de Doña Carmen. Al abrir, encontró a una mujer elegante de unos cuarenta años, con una expresión fría.
—¿Usted es la vecina de mis hijos?— preguntó bruscamente.
—Perdone, ¿y usted quién es?
—Soy la madre de Javier. Amelia Gutiérrez. Necesito hablar con usted.
Doña Carmen la invitó a pasar y le ofreció té. Amelia lo rechazó y se sentó al borde de la silla, como preparada para la batalla.
—Mire, no entiendo qué pasa aquí— comenzó sin rodeos—. Mi nieto la llama abuela, pasa más tiempo con usted que en casa. Esto no está bien.
—¿Y qué es lo que le molesta exactamente?— preguntó Doña Carmen con calma.
—¡Todo! Usted es una desconocida, y se entromete en mi familia. Él tiene una abuela de verdad: yo. ¿Qué pretende?
—Ayudar a sus hijos, nada más. Cuando no tenían dinero, cuando no había quien cuidara al niño, yo estuve ahí.
—¡Eso es cosa suya! Si no pueden con los hijos, que no los tengan. ¿No crió usted a los suyos? Pues ocúpese de ellos.
Doña Carmen sintió un nudo de rabia en el pecho, pero se contuvo.
—Mis hijos viven lejos. Aquí hay personas que necesitan ayuda, y yo se la doy.
—¡Basta ya!— se levantó Amelia, con los ojos encendidos—. Le prohíbo interferir en la crianza de mi nieto. Y les diré a mis hijos que no vuelvan aquí.
—Eso no le corresponde decidir a usted— replicó Doña Carmen con suavidad—. Son los padres quienes deben elegir.
Tras la marcha de Amelia, Doña Carmen se quedó en la cocina, bebiendo su té frío. ¿Había hecho mal en encariñarse con aquella familia?
AlAl final, el amor de aquellos niños y la gratitud de sus padres demostraron que la familia no siempre se define por la sangre, sino por los lazos del corazón.