La elección que nunca quise tener: entre mi marido y mis nietos
Yo, Carmen López, viví con mi marido cuarenta años. Éramos esa familia “clásica”: él, un hombre respetado en la ciudad, trabajaba como director en una importante constructora; yo, profesora de matemáticas en un instituto, llevaba la casa, criaba a nuestro hijo y mantenía la compostura, como correspondía. No faltaron dificultades, pero las superamos. Pensé que nada nos rompería. Y sin embargo, ocurrió.
Nuestro hijo, Javier, era el vivo retrato de su padre: firme, orgulloso, con un carácter fuerte. No bebía, no salía de fiesta, estudió una carrera con beca, se graduó con honores y encontró trabajo en una empresa de tecnología. Estábamos orgullosos; veíamos en él nuestro legado. Se casó, pero ese matrimonio duró poco—su esposa le fue infiel. Mi marido, Antonio Martín, lo vivió como una traición personal.
Más tarde, Javier conoció a otra mujer. Al principio nos alegramos, pero pronto supimos que estaba casada. Lucía. Elegante, inteligente, educada. Pero para Antonio, era una mujer sin principios. Se negó en redondo a aceptarla.
—Dime, Javier, ¿cómo puedes estar con ella? —preguntó Antonio una noche en la cena—. Abandonó a su marido por ti. ¿Crees que no hará lo mismo contigo?
—Padre, la amo. Es mi decisión.
—Entonces, considera que ya no tienes padre.
Esas palabras fueron un mazazo. Javier se fue esa misma noche. A la mañana siguiente, Antonio canceló su tarjeta, dejó de pagar su máster y llamó a su trabajo para impedir que tomara vacaciones, alegando “problemas familiares”.
Intenté razonar con él, le dije que no podía cortar así los lazos con su propio hijo. Pero fue inútil:
—El que traiciona una vez, lo hará de nuevo. No quiero saber nada de él ni de esa… mujer.
Javier alquiló un pequeño piso en las afueras de Sevilla, consiguió un segundo trabajo para pagar el alquiler y las deudas. Lucía se divorció y se mudó con él. Se casaron, pero no volvieron a pisar nuestra casa. Cinco años sin escuchar su voz, sin ver cómo vivía. Y el dolor en mi pecho crecía, especialmente cuando supe, por casualidad, que habían tenido una hija—mi nieta.
Rogué a Antonio: “Perdónalo, sigue siendo nuestro hijo”. Pero él, frío, respondió:
—Si quieres verlo, vete de esta casa. No permitiré que el engaño se normalice en mi familia.
Pensé que se calmaría. Pero no fue así. Y entonces, tomé una decisión. Una vecina de la farmacia me dio la dirección de Javier. Compré juguetes para la niña, llené una cesta con comida, horneé un pastel y fui.
Javier no abrió de inmediato. Se quedó mirándome. Luego me abrazó, sin palabras. Lucía salió de la cocina, cubierta de harina, sonriendo. No guardaba rencor. Y la niña… esa niña con los mismos ojos oscuros que Antonio, corrió hacia mis brazos.
Pasamos la tarde juntos, tomando café, recordando. Yo pedí perdón por mi silencio; ellos me perdonaron. Al anochecer, regresé a casa.
La cocina, vacía. El dormitorio, desierto. Solo una nota sobre la mesa, escrita con pulcritud:
“Te lo advertí. Antonio”.
Nada más. Las maletas, desaparecidas. Su teléfono, apagado. Se había ido. Para siempre.
No sé qué me dolió más—la distancia de mi hijo o la partida de Antonio. No mentí, no traicioné. Solo quise ver a mis nietos, a mi sangre. Pero para él, eso fue suficiente para borrar cuarenta años.
Ahora vivo sola. A veces, Lucía y mi nieta vienen a verme. Javier parece más tranquilo, más feliz. Les va bien. Y yo me alegro. Pero mi corazón sigue vacío. Porque echo de menos a Antonio. Su voz, su seguridad, su presencia. Cuatro décadas juntos, y todo se acabó por el orgullo.
No me arrepiento de elegir a mis nietos. Pero el dolor sigue ahí. No porque dude de mi decisión, sino porque descubrí que el amor puede vencer la infidelidad, la distancia… pero no el orgullo y el rencor.
Si alguien me preguntara si volvería a hacer lo mismo, diría:
—Sí. Porque cuando hay que elegir entre el orgullo y la familia, yo elijo la familia. Incluso si eso significa quedarme sola.