La Solitaria Contra Todos
Marina vio un faro por primera vez en un libro cuando tenía cinco años. En la ilustración, se alzaba solitario y alto, rodeado por un mar embravecido, oscuro como la tinta. La niña apoyó los dedos en la página y susurró: “Viviré allí”. Sus padres se rieron. La abuela comentó: “Tienes imaginación de artista”. Y la tía Alba resopló: “Tonterías. Mejor estudia ingeniería”.
Y Marina lo hizo. Entró en la facultad de ingeniería porque sonaba serio. Pero su corazón seguía llamándola hacia el mar. Tras las clases, dibujaba faros en sus cuadernos, releía a Stevenson, escuchaba el sonido de las olas en YouTube y cada vacaciones viajaba a la costa.
—¿Qué locura es esta? —decía su madre—. La gente normal va a la playa, ¡y tú te vas a un pueblito perdido como Cudillero!
—Me gusta el norte —respondía Marina con una sonrisa.
—¡A tu edad deberías pensar en casarte, no en faros!
Tras la universidad, Marina empezó a trabajar en una empresa de equipos de navegación. El trabajo era rutinario: esquemas, cables, reparaciones. Hasta que un día su jefe le dijo:
—Hay una vacante. En el norte. Un pueblo costero, una estación de radiofaro. ¿Te interesa?
Ella asintió en silencio. Como si hubiera esperado esa oferta toda la vida.
—Allí es duro. Turnos de tres meses. Solo el faro y el guardián. A veces visita algún vecino.
—Acepto.
Su madre montó un escándalo:
—¿Quieres congelarte en mitad de la nada? ¿Estás loca? Te sacamos adelante para que acabes en un páramo con un viejo cualquiera.
—Mamá, es mi oportunidad.
—¡Oportunidad de acabar sola y pobre!
Su padre miraba por la ventana. Luego dijo:
—Que vaya. Que lo intente.
El pueblo se llamaba Piquío. Un puñado de casas, un muelle pesquero, una tienda y el faro sobre el acantilado. Cuando Marina pisó la orilla por primera vez, el viento casi la derribó. El mar rugía, las gaviotas gritaban, el cielo parecía a punto de desgarrarse. Pero su corazón cantaba.
—¿Eres Marina? —Un hombre alto y canoso, envuelto en una chaqueta, se acercó—. Soy Senén. El guardián. El amuleto de este lugar.
Se rio, le cogió la mochila y la guio hasta la casita junto al faro. Olía a queroseno, pan y miel. Una lámpara iluminaba la mesa; en las estanterías, libros y conchas.
—Aquí vivirás. El faro es tu responsabilidad. La estación es vieja, pero funciona. Ayúdame a mantenerla.
—Lo haré.
—No dudo que sí. Tienes cara de entenderse con el mar.
Los primeros días fueron duros. Tormentas, silencio, noches interminables. Marina reparó los equipos, hizo amistad con los locales, especialmente con María, la frágil tendera.
—Hablar contigo es como tomar té con miel. Te llena de calor —decía ella.
Por las noches, Marina se sentaba en las escaleras del faro y escribía cartas. A sí misma. Al futuro. En el pasado solo habían existido las expectativas ajenas. Ahora era ella.
Un día llegó un paquete de la ciudad. Una carta de su madre:
“Eres rara, hija. Alba y yo no entendemos qué buscas ahí. Pero tu padre está orgulloso. Ven cuando quieras. O al menos escribe.”
Marina suspiró. Sintió un calor que no conocía desde hacía tiempo.
Pasaron tres meses. Marina preparaba su regreso. El faro ya era su hogar. Senén la abrazó fuerte:
—Vuelve. Sin ti aquí todo será más frío.
En la ciudad la recibieron con frialdad. Su madre revisó sus cosas con desdén; la tía Alba declaró:
—Fue un error. Vuelve a un trabajo de verdad.
Pero Marina ya sabía: no lo haría. Había tomado una decisión. Por sí misma.
Medio año después, estaba de vuelta en el faro. La tormenta amainaba. Senén le hizo señas:
—¡Justo a tiempo! ¡He hecho rosquillas!
Ahora tenía su propio rincón en la casita, una placa en la puerta: “Ingeniera de Navegación. Marina del Mar”. Así la llamaban los locales.
—Eres como la marea —decía Senén—. Primera ruges, luego abrazas.
Sofía, una niña del pueblo, le traía dibujos de faros, igual que ella hacía de pequeña. Los pescadores le regalaban merluza fresca. Algunos hasta insinuaban matrimonio.
—Senén, ¿por qué nunca te casaste? —preguntó Marina un día.
—Lo estuve. Ella se ahogó. Hace mucho. Desde entonces, el faro es mi compañía.
—Lo siento…
—No hace falta. Desde que llegaste, escucho su voz de nuevo.
Una noche, la estación emisora del faro falló. Marina trabajó sin descanso, llamó a su jefe, pidió ayuda. Llegaron técnicos. Entre ellos, un joven de unos treinta, Arturo.
—Así que tú eres la famosa Marina del faro. Hablan de ti en toda la empresa.
—Exagero. Solo hago lo que me gusta.
Bebieron té, rieron, debatieron sobre esquemas. Arturo se quedó un par de días. Al marcharse, dijo:
—Volveré. Si no te importa.
—Me importará si no lo haces.
Marina se plantó en el acantilado. Las olas golpeaban las rocas. A su espalda, el faro centelleaba. Su faro. El viento le jugaba con el pelo. Extendió los brazos y gritó:
—¡Eh, mundo! ¡Me encontré!
Y el mundo respondió con el murmullo del mar, la luz del faro y un susurro en su corazón: “Estás en casa”.
Desde entonces, Marina no dudó más. Porque cada noche, cuando el faro encendía su luz, sabía que alguien en el mar la vería y encontraría su rumbo.
Y eso no tenía precio.
La primavera llegó de repente a Piquío. La nieve no se derritió, sino que desapareció, como si se esfumara sin despedirse. Marina, en la escalinata del faro, contemplaba el mar gris y sentía en el pecho aquello por lo que había venido: paz.
—¿Lista para la temporada, Marina del Mar? —Senén salió con una taza de café.
—Casi. Solo faltan unos cables para activar la señal automática. El jefe prometió equipo nuevo.
—¿Podrás?
—Yo sí. ¿Y tú?
—Esto no es nuevo para mí. Llevo con faros desde los setenta.
Señaló hacia las rocas, donde la bahía brillaba suave bajo la luz del alba.
—Pero la gente tiene miedo. Hablan de que cerrarán la estación. ¿Sabes lo que dicen?
Marina lo sabía. Circulaban rumores: automatización, recortes, teletrabajo. El faro podría convertirse en una torre decorativa, no en el corazón del pueblo.
Una semana después, llegaron a Piquío: un técnico, un funcionario de la diputación y, sorprendentemente, Arturo.
—Me ofrecí —dijo, sentándose junto al faro—. Oí que planeaban “optimizar” esto y pensé que no debías enfrentarlo sola.
—Podría. Pero contigo es mejor.
Él sonrió, la observó manipular los cables con destreza.
—Eres parte de esta máquina. No solo la reparas, eres como su alma.
Marina enrojeció, pero asintió. Tras un silencio, Arturo añadióEl faro siguió brillando, y con él, el corazón de Marina, que por fin había encontrado su lugar en el mundo.