Aquella celadora embarazada entregó cinco euros a un mendigo. El secreto que develó al siguiente día la dejó anonadada… 😲… El trajín mañanero junto a la Gran Vía poseía su propia sintonía: taconeo constante sobre el asfalto, cláxones desgañitándose entre atascos, el chirrido de algún vagón de metro cortando el aire otoñal. Luz Fernández avanzaba cual espectro con su uniforme azul de limpieza ya deslucido, apretando con fuerza un vaso de papel humeante. Embarazada de siete lunas, rendida y apenas aguantando, pero allí comparecía. Seguía en la brecha.
Cruzó aquel sombrío paso subterráneo como de costumbre, esquivando vendedores ambulantes, puestos de flores y las escasas pertenencias de los desamparados. La mayoría bajaba la mirada. Luz no. No podía. No tras todo lo que había vivido.
Entonces lo divisó otra vez.
Desplomado contra el muro de hormigón, semicubierto por las tinieblas, estaba el hombre visto en varias ocasiones: cabello enmarañado cubriéndole la frente, una muleta sobre las rodillas y una gorra de béisbol desteñida y vuelta del revés para las monedas. Pero algo en él no encajaba con los demás. No gritaba. No suplicaba. Simplemente permanecía sentado… observando.
Luz dudó un instante y se aproximó. Sacó un arrugado billete de cinco euros del abrigo —la propina de ayer— y lo tendió.
“Trae algo caliente, ¿eh?”, dijo con suavidad. “No es gran cosa”.
El hombre no lo cogió. No aún.
En cambio, observó su vientre.
“¿Siempre tan dadivosa?”, inquirió con voz ronca y seca.
Luz se encogió de hombros. “Supongo que conozco los dos lados del mostrador”.
Él sonrió, apenas un rictus, y tomó el dinero.
Pero cuando sus dedos rozaron los de ella, algo extraño relució en su mirada. Una mutación. Como reconocimiento. O remordimiento.
“Oye”, dijo de repente, oteando alrededor. “¿Volverás por aquí mañana?”
Luz parpadeó. “Sí. Siempre vengo”.
Se inclinó hacia adelante apenas unos centímetros. “Quizá no deberías. Mañana. Por este sitio”.
A ella se le cortó el aliento.
“¿Por qué?”, susurró con voz casi inaudible.
Pero él ya se giraba, subiéndose la capucha y diluyéndose otra vez en las penumbras.
Luz se quedó clavada, desconcertada. La ciudad zumbaba en torno a ella como si nada hubiese sucedido, como si nadie hubiese susurrado una advertencia en su rutina matutina.
¿Era una amenaza? ¿Una celada?
¿O algo bien distinto?
Más tarde, de vuelta en su estudio en Vallecas, repasó aquel momento una y otra vez. Sus ojos. La premura en su tono. Aquella extraña vacilación, como si estuviese a punto de añadir algo más y desistiese. Se acurrucó en su jergón hundido, una mano sobre el vientre y la otra aferrando el móvil. Casi llamó a alguien. ¿Pero a quién? No tenía a nadie. Ni familia. Ni amigos tan cercanos para llamar a medianoche.
Solo aquel tipo.
Solo sus palabras.
“Quizá no pases mañana por aquí”.
Aún lo ignoraba, pero lo que él quiso decir… ¡lo trastornaría todo!