Mira, te va a poner los pelos de punta. Una portera de siete meses de embarazo le dio justo cinco euros a un sintecho. Y lo que este le dijo al día siguiente… ¡madre mía, qué locura! El jaleo mañanero por la Gran Vía tenía su ruidoso ritmo: tacones repiqueteando sobre los adoquines, cláxones de los coches ahí arriba atascados, el ruidito metálico del cercanías cortando el aire otoñal. Lucía Sánchez, con su uniforme de portera ya descolorido, llevaba un vasito de cartón humeante. Agotada, le costaba un mundo seguir pero ahí estaba. Aún lo intentaba, ¿sabes?
Pasó como siempre bajo el túnel sucio, sorteando a los vendedores callejeros, los puestos de flores y las cosas de la gente que dormía ahí. La mayoría ni miraban. Pero Lucía sí. No podía evitarlo, vaya. Tras todo lo que ella misma había pasado.
Y entonces lo vio otra vez.
Acurrucado contra la pared, casi escondido en la penumbra, estaba el hombre de las veces anteriores: pelo rizado y revuelto tapándole la frente, una muleta vieja en el regazo y una gorra de béisbol hecha polvo puesta al revés para las monedas. Pero algo en él chirriaba comparado con los demás. No pedía. No gritaba. Solo estaba allí… observando.
Lucía dudó un instante y se acercó. Sacó un billete arrugado de cinco euros del bolsillo de su chaqueta—lo que le habían dado de propina ayer—y se lo tendió.
“Tómate algo calentito, ¿vale? No es mucho,” dijo con suavidad.
El hombre ni siquiera lo cogió. Al menos, no al principio.
En lugar de eso, le miró la tripa.
“¿Siempre eres tan generosa?” preguntó con voz ronca y seca.
Lucía se encogió de hombros. “He estado en los dos lados de la calle, supongo.”
Él sonrió, apenas un gesto, y agarró el billete.
Pero cuando sus dedos rozaron los de ella, algo raro brilló en sus ojos. Un cambio como de reconocimiento. O quizás culpa.
“Oye,” dijo de repente, mirando alrededor. “¿Volverás a pasar por aquí mañana?”
Lucía parpadeó. “Sí. Siempre paso.”
Se inclinó apenas un palmo hacia ella. “Pues quizá no deberías. Mañana no. Por aquí no.”
Se le cortó la respiración.
“¿Por qué?” preguntó en un susurro.
Pero él ya se giraba, subiéndose la capucha y hundiéndose otra vez entre las sombras.
Lucía se quedó clavada ahí, confusa. La ciudad seguía rumiando a su alrededor como si tal cosa, como si nadie acabara de soltarle una advertencia en medio de su rutina.
¿Era una amenaza? ¿Alguna trampa?
¿O algo totalmente distinto?
Esa noche, de vuelta en su pisito diminuto en Vallecas, no hizo más que darle vueltas al asunto. Sus ojos. La prisa en su voz. Aquella extraña vacilación, como si hubiera querido decir algo más pero se calló. Se arrebujó sobre el colchón hundido, una mano en la tripa y la otra agarrándose el móvil. Casi llamó a alguien. ¿Pero a quién? No tenía a nadie. Familia, cero. Amigos de confianza para llamar a medianoche… ni uno.
Solo ese hombre.
Solo sus palabras.
“Pues quizá no deberías pasar por aquí mañana.”
Aún no lo sabía, pero lo que él quería decir… ¡le iba a dar la vuelta a todo, jolín!
¡Una conserje embarazada ayuda a un indigente con cinco dólares!
