El bullicio matutino en la Gran Vía madrileña marcaba su ritmo habitual: tacones resonando sobre adoquines, cláxones estridentes en el atasco y el traqueteo lejano del metro cortando el aire otoñal. Lucía avanzaba como un espectro con su uniforme azul de conserje desgastado, apretando entre las manos un vaso de papel humeante. Embarazada de siete meses, agotada y al límite, pero seguía acudiendo. Seguía luchando.
Pasó bajo el túnel cercano a Atocha como siempre, esquivando a vendedores ambulantes, puestos de flores y enseres de personas sin hogar. Muchos bajaban la mirada. Lucía no. No podía. No después de todo lo que había superado.
Entonces lo distinguió otra vez.
Recostado contra la pared de hormigón, semiescondido entre sombras, estaba el hombre que ya había visto varias veces: cabello rizado cubriéndole la frente, una muleta sobre las rodillas y una gorra de béisbol raída al revés para las monedas. Pero algo lo diferenciaba. No mendigaba. No pedía. Solo permanecía inmóvil… observando.
Lucía dudó un instante y se acercó. Sacó un billete arrugado de cinco euros del bolsillo de su abrigo —la propina del día anterior— y se lo tendió.
“Tómate algo caliente, ¿vale? No es mucho”.
El hombre no lo cogió enseguida.
En vez de eso, miró su vientre.
“¿Siempre eres así de generosa?”, preguntó con voz ronca.
Lucía encogió los hombros. “He estado en ambos lados de la calle”.
Él esbozó una leve sonrisa y tomó el billete.
Pero cuando sus dedos rozaron los de ella, una chispa extraña encendió su mirada. Como un destello de reconocimiento. O de remordimiento.
“Oye”, murmuró repentinamente, escudriñando el entorno. “¿Vendrás mañana por aquí?”
Lucía parpadeó. “Sí. Siempre vengo”.
Se inclinó unos centímetros. “Pues mañana no. Por aquí no pases”.
El aire se le cortó.
“¿Por qué?”, alcanzó a susurrar.
Pero él ya volvía la espalda, alzando la capucha y fundiéndose en las sombras.
Lucía quedó paralizada. La ciudad rugía a su alrededor como si nada ocurriera, como si nadie hubiera sembrado esa advertencia en su rutina. ¿Era una amenaza? ¿Una trampa? ¿O algo más misterioso?
Esa noche, en su estudio de Vallecas, repitió la escena sin descanso. Aquella mirada intensa. La urgencia en
Al día siguiente, una explosión de gas derrumbó el paso subterráneo exactamente a su hora habitual, revelando que aquel indigente conocía las grietas ocultas en los muros por trabajar allí años atrás, demostrando que un gesto mínimo de humanidad puede trenzar destinos en el momento más frágil.