¡Una conserje embarazada ayuda a un indigente con 5 dólares!

El bullicio madrugador cerca de la Gran Vía tenía su ritmo particular: taconeos zapateando el asfalto, cláxones como si tocaran palmas en Las Ventas, el chirriar lejano de un cercanías rajando el aire otoñal. Nuria Rodríguez se movía como un alma en pena con su uniforme azul de limpiadora deslucido, la mano apretando un vaso de papel humeante. Siete meses embarazada, reventada y a punto de colapsar, pero ahí estaba. Intentándolo, al menos.
Pasó como siempre bajo el pasadizo sucio del metro, esquivando vendedores de abanicos, puestos de flores y los bártulos de la gente sin techo. La mayoría miraba al suelo. Nuria no. No podía. No después de todo lo que había pasado.
Y entonces volvió a verlo.
Acurrucado contra la pared de hormigón, medio camuflado en las sombras, estaba el hombre que ya había visto varias veces: pelo rizado enmarañado hasta la frente, una muleta sobre las rodillas y una gorra de béisbol hecha tripa al revés para las monedas. Pero tenía un no sé qué que no encajaba con los demás. No gritaba. No pedía. Simplemente estaba ahí… observando.
Nuria titubeó un instante y se acercó. Sacó un billete arrugado de cinco euros del bolsillo del abrigo —la propina del día anterior— y se lo tendió.
“¿Algo calentito, hombre?”, dijo con suavidad. “No es la Puerta de Alcalá”.
El hombre no lo cogió. Al menos, no en seguida.
En lugar de eso, miró su tripa abultada.
“¿Siempre tan generosa?”, preguntó con una voz ronca y seca como el jamón serrano.
Nuria se encogió de hombros. “Supongo que he pisado ambas aceras”.
Esbozó una sonrisa, apenas, y agarró el billete.
Pero cuando sus dedos rozaron los de ella, algo raro brilló en sus ojos, como dos aceitunas pozabrilo. Un cambio. Como si la hubiese reconocido. O le remordiese la conciencia.
“Oye”, soltó de repente, ojeando alrededor. “¿Pasas por aquí mañana?”
Nuria parpadeó. “Sí. Siempre paso”.
Se inclinó apenas unos centímetros. “O a lo mejor no. Mañana no. Por aquí, no”.
Se le cortó la respiración.
“¿Por qué?”, susurró con voz de hilo.
Pero él ya se estaba volviendo, subiéndose la capucha y hundiéndose otra vez en las sombras.
Nuria se quedó ahí, como un pasmarote. La ciudad zumbaba a su alrededor como si nada hubiera ocurrido, como si nadie le hubiese soltado un advertencia en mitad de su mañana rutinaria.
¿Era una amenaza? ¿Una encerrona?
¿O algo mucho más raro?
Más tarde, de vuelta en su estudio en Vallecas, repasó el momento una y otra vez. Sus ojos. Lo apremiante de su voz. Aquel titubeo extraño, como si a punto de decir algo pero se lo tragara. Se acurrucó en su sofá que ya pedía clemencia, una mano en la tripa y la otra apretando el móvil. Casi llama a alguien. ¿Pero a quién? No tenía a nadie. Ni parientes. Ni amigos de esos que llamas a medianoche sin miedo a que te manden a paseo.
Solo ese hombre.
Solo sus palabras.
“Mañana no pases por aquí”.
Todavía no lo sabía, pero lo que ese hombre quería decir… ¡iba a ponerlo todo patas arriba!

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