**Operación Fallida**
Javier no salió del coche, más bien se desmoronó fuera de él. Había realizado solo tres operaciones rutinarias, pero sentía como si hubiera cargado sacos de cemento todo el turno. La espalda le ardía, la cabeza le zumbaba y tenía los ojos tan rojos que parecían brasas.
Al llegar a casa, se desplomó en el sofá sin desvestirse, cerró los ojos y cayó en un sueño profundo. Lo despertó el estridente tono del móvil, que taladraba su cerebro. Tenía el cuello rígido de dormir en mala postura y apenas podía moverse. “Maldita sea. Creo que estoy enfermo”, pensó Javier, forcejeando para abrir los párpados.
El teléfono calló unos segundos antes de sonar de nuevo con esa melodía enloquecedora. “Tendría que cambiarla”. Con pereza, sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta.
—¿Sí? —respondió con voz ronca por el sueño. Aclaró la garganta—. ¿Sí? —repitió con más firmeza.
—Javi, estoy en el aeropuerto. El avión sale en una hora. Mi padre está en el hospital con un infarto. Hazme el favor, cúbreme, ¿vale? No tengo a quién más pedírselo —escuchó la voz de su compañero y amigo, Enrique “Quique” Soto.
—No… no me encuentro bien. Estoy enfermo. Llama a Jorge.
—Anda ya. Tómate un café y algo para el virus. La mujer de Jorge, ya sabes, tomaría un turno extra como una infidelidad. Iván aún no tiene experiencia. El abuelo Martínez no aguanta dos turnos seguidos, no tiene edad. Voy y vuelvo. Estaré de regreso pasado mañana. ¿Me echas una mano? Te lo devolveré.
“O sea, muérete, pero ayuda a un amigo. Qué mal timing”, pensó Javier.
—Vale —respondió resignado, suspirando.
—¿Qué has dicho? —preguntó Quique.
—Que sí, que te cubro. Buen viaje.
—Eres un verdadero amigo. Te lo… —Quique comenzó a hablar animadamente, pero Javier colgó sin escuchar más.
Todavía quedaba tiempo antes del turno nocturno. Javier se duchó, se afeitó y se tomó un café bien cargado. Se sintió un poco mejor. No tenía ganas de volver al hospital del que acababa de salir horas antes. “Podré con esto. Quizá no pase nada”, pensó mientras se vestía.
Las primeras horas en el hospital transcurrieron en calma. El sueño lo vencía, y su pesada cabeza buscaba refugio en la mesa. Javier la sacudió, intentando espabilarse. Otro café fuerte lo mantuvo despierto un rato más.
—Javier Martín —oyó una voz lejana mientras alguien le zarandeaba el hombro.
Había conseguido dormirse. Levantó la cabeza de la mesa y vio a la enfermera Lucía frente a él.
—Javier Martín, han traído a un niño…
—Sí, bajo ahora —dijo, sacudiéndose los últimos restos de somnolencia.
Se echó agua fría en la cara mientras hervía la tetera, echó dos cucharadas de café en la taza y, tras pensarlo, añadió una más. Lo bebió casi hirviendo, se ajustó el gorro y bajó a urgencias.
Un niño de unos doce años yacía encogido en la camilla. Javier lo examinó con cuidado.
—¿Usted es la madre? —preguntó a una mujer joven, delgada y pálida.
—¿Qué le pasa, doctor? —preguntó ella, con unos ojos enormes llenos de miedo.
—¿Por qué no llamaron antes? —preguntó él con dureza, casi acusador.
—Yo… llegué del trabajo, mi hijo estaba haciendo los deberes. Luego vomitó y le subió la fiebre. Llevaba días ocultando que le dolía el estómago. ¿Qué tiene? —preguntó angustiada, agarrando el brazo de Javier.
—Lucía, ¡una camilla! —gritó sin apartar la mirada del rostro pálido de la mujer. Se liberó de su agarre—. Firme el consentimiento para la operación. —Tomó un formulario de la mesa y se lo tendió.
—¿Operación? ¿Es apendicitis? —preguntó ella.
—Peritonitis —respondió Javier, mirándola con pesar.
El horror se apoderó de sus ojos.
—Firme. No hay tiempo —repitió Javier.
Ella firmó sin leer y volvió a agarrarle el brazo.
—¡Doctor, salve a mi hijo!
—Haré todo lo que pueda. No estorbe.
Lucía ya había traído la camilla. Entre los dos trasladaron al niño y lo llevaron al ascensor. Los pasos resonaban en el corredor vacío, junto al chirrido de las ruedas de la camilla, gastadas por años de uso.
La mujer no se separaba, hablando sin cesar, pero Javier no la escuchaba. Su mente ya estaba en la operación.
Al entrar al quirófano, el niño ya estaba anestesiado. Todo lo demás quedó en segundo plano. Sus manos trabajaban con precisión, su mente estaba clara. La operación llevaba casi dos horas cuando, por un instante, Javier cerró los ojos, agotado. Un grito de Lucía lo devolvió a la realidad.
La sangre brotaba a borbotones bajo sus dedos, inundando el campo quirúrgico.
—¡La presión está cayendo! —gritó el anestesista.
Javier salió lentamente del quirófano. La ropa empapada de sudor se le pegaba a la espalda. Las piernas le temblaban por la fatiga y la tensión. Se apoyó contra la pared fría del pasillo. Una mujer corrió hacia él. “La madre”, lo entendió al instante.
Se detuvo a un paso, como si hubiera chocado con un muro invisible. Su rostro estaba pálido, los ojos desorbitados por el miedo y la espera.
Javier apartó la mirada. La mujer suspiró —o quizá sollozó—, se tapó la boca y se tambaleó. Él la sostuvo antes de que cayera inconsciente y la sentó en una silla junto a la puerta.
—¡Lucía, amoníaco! —gritó al vacío del pasillo.
Lucía llegó corriendo con un frasco y acercó un algodón empapado a la nariz de la mujer. Ella apartó la cara del olor fuerte, empujó la mano de la enfermera y abrió los ojos.
—¿Está bien? —Javier observó su rostro demacrado.
No respondió. Se levantó lentamente y se alejó por el pasillo vacío. Javier la siguió con la mirada. “Solo una mujer es capaz de aguantar así”.
En la sala de residentes, permaneció largo rato con la cabeza entre las manos. Luego comenzó a escribir el informe de la operación. Con honestidad.
—Javier… Martín… —Lucía entró con cautela.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó irritado, sin levantar la vista.
—No es culpa suya lo del niño —murmuró ella.
—Hazme café. Fuerte —ordenó Javier, sin mirarla.
Escuchó el hervir del agua. Luego olió el café. Pero al probarlo, le supo amargo y repugnante. Sin terminar, lo tiró al fregadero.
Mientras lavaba la taza, un dolor agudo le atravesó el pecho. Sintió cómo su corazón se hinchaba, como si fuera a reventar. Le faltó el aire, la visión se nubló…
—¿Despierto? —oyó una voz familiar.
Abrió los ojos con dificultad. La doctora María Soledad, pediatra de rostro redondo y mirada preocupada, estaba inclinada sobre él.
—Quédese quieto —ordenó cuando intentó levantarse—. Está enfermo.Javier miró por la ventana del hospital y vio los primeros copos de nieve caer sobre Madrid, recordando que, a veces, la vida no se trata de éxitos o fracasos, sino de aprender a seguir adelante incluso cuando el corazón duele.