LA AVENTURA GASTRONÓMICA.
—¡Adelante, que la aventura nos espera! —se dijeron las inseparables amigas mientras metían las maletas en el maletero. El tren salió puntual y, como un reloj suizo, llegó a las ocho en punto de la mañana.
Pero vayamos por partes.
El verano estaba en su apogeo. Junio había pasado como un rayo, sin dejar más recuerdo que el zumbido del aire al cortarlo. Sí, el primer mes del verano se desvaneció como un helado al sol, perdido en el remolino de los días. Aunque, pensándolo bien, la vida entera es así: fugaz, efímera y llena de prisas. Y así, julio se coló por la puerta sin avisar, como un vecino cotilla.
Quien trabaje de lunes a viernes sabe lo agotador que es arrastrar esos últimos días antes de las vacaciones. La mente ya vuela libre, pero el cuerpo sigue atado a la silla de la oficina. Los clientes parecen más pesados que nunca, el jefe más exigente, y el tiempo… ¡Ay, el tiempo! Se arrastra como una tortuga bajo el sol.
—¿Le han clavado las agujas del reloj con superglue o qué? —murmuró Lucía, mirando el reloj de pared—. ¡Que lleguen ya las vacaciones!
Su corazón latía con la emoción del descanso prometido, mientras su imaginación ya paseaba por playas doradas.
—Se me antojan unas boquerones en vinagre, unas gambas al ajillo y un buen vino —dijo Carmen después de cerrar la puerta al último cliente.
Las chicas soñaban con darse el lujo de un whisky escocés, esa bebida noble que tantas veces las había sorprendido con su aroma y su regusto persistente. Claro que, si no se toma con cuidado, puede jugarte una mala pasada… pero, como dice el refrán, “a quien buen árbol se arrima…”. Bueno, la segunda parte ya la sabemos, pero mejor no hurgar en eso.
—¿Y si nos damos un chapuzón en el mar? —preguntaron una a otra en la pausa del almuerzo—. ¿Quién o qué podría impedírnoslo?
Con la economía como estaba, lo tenían claro: los resorts extranjeros quedaban descartados, e internet no ofrecía alternativas mejores. Así que optaron por la Costa del Sol.
¡Al fin el sueño de estas dos aventureras, románticas y buscavidas se hacía realidad! ¿O no?
—Todos nos van a dar envidia, así que mejor no contamos nuestros planes —acordaron entre risas, antes de lanzarse como locas a hacer las maletas.
¿Alguien puede explicar cómo meter en una maleta ropa, zapatos, cremas y mil trastos “imprescindibles” que, en realidad, no usarán en una semana? Para una mujer, eso es como resolver el Teorema de Fermat en pleno jet lag.
Pero, al fin, allí estaban: playa, sol y olas que besaban la orilla con suavidad. Las gaviotas chillonas planeaban sobre el agua, buscando su próxima víctima. ¡Pura idilio!
Los turistas absorbían esa falsa sensación de paz, masticando sardinas y frutos secos mientras bebían cerveza helada. Los niños devoraban porras de chocolate y churros brillantes de aceite.
—¡Vale! ¡Ponte recta! ¡No te encorves! ¡Pie derecho adelante! ¡Mírame! ¡Perfecto! —indicaba Lucía, fotografiando a Carmen frente al mar.
—Ahora con la sandía. ¡Qué foto más buena! —exclamó, secándose el sudor—. Cambiamos.
Una sesión de fotos en la playa es toda una odisea. Hay que estar morenas, en forma y, a ser posible, sin bolsas bajo los ojos. Todos saben que la cerveza nocturna no ayuda, pero… ¡es vacaciones!
—¡Carmen! ¿Esto qué es? ¿Cómo me has sacado? ¡Parece que estoy gruñendo! ¿No podías avisarme? ¡Qué forma de manejar el móvil! No pulses mil veces, elige el ángulo y dispara —reprochó Lucía, lanzando una mirada asesina—. Yo a ti te hago fotos estupendas, y tú… Aquí me sale celulitis, y aquí parezco un espantapájaros. Bueno, no te enfades. Ahora cojo el palo selfie y lo hago yo.
Carmen, indignada, ya iba a meterse al agua, pero Lucía no se rendía:
—¿Y esta carita de vinagre? Ven aquí, guapa, que vamos a hacernos un selfie con melón, lavanda y copas de vino. ¡Sonrisa! ¡Ya está!
Y, para su sorpresa, las fotos salieron geniales.
—Lucía, hay que celebrar este triunfo fotográfico. ¿Qué tal si vamos esta noche a un restaurante? —propuso Carmen, reconciliadora.
—¡Fantástico! ¡Me apunto! Pediremos mariscos —aceptó Lucía, imaginándose ya en un local chic, relajada con una copa de cava.
Dicho y hecho. Vestidas con sus mejores looks, las chicas salieron esa misma noche hacia el restaurante.
Nada hacía presagiar el desastre… pero nadie les advirtió que necesitarían varios intentos.
El local estaba medio vacío.
—Sentémonos en esa mesa con vistas al mar —sugirió Carmen.
—Lo siento, está reservada —les dijo la camarera—. ¿Les vale esta junto a la columna?
—¡Qué mal empezamos! —susurró Carmen mientras hojeaba la carta—. Queríamos cenar con vistas. Seguro que nos mintió para cobrarnos extra. Bueno, aquí tampoco está mal, ¿no?
—¿Cómo? ¿50 euros por 200 gramos de ensalada con vieiras? ¡Por ese precio me compro una rueda de repuesto! —exclamó Lucía, mirando la carta.
—Rúcula con gambas, 45 euros. Con esto pagas un billete de avión —se indignó Carmen.
—Veamos la carta de vinos. A lo mejor ahí hay algo decente —dijo Lucía, pasando páginas en silencio.
Un silencio incómodo cayó sobre ellas.
—¿100 euros por una copa de vino? Esto es un robo. Carmen, tú sabes que con 150 ml no vamos a arrancar. Si nos animamos, no pararemos, y la tarjeta de crédito sufrirá. Yo quería volver de vacaciones sin deudas —susurró Lucía, dejando la carta.
—Vámonos discretamente —propuso Carmen—. Yo salgo primero, luego tú.
En la calle, estallaron en risas.
—Parecemos colegialas. Menos mal que las fotos salieron bien para subirlas. Nadie sabrá que huimos. Vamos, ahí vi otro sitio. ¡Que el hambre aprieta!
Primero, se hicieron fotos en una pasarela roja que había fuera. Ya en la mesa, revisando la carta, Carmen dijo:
—Lucía, sabes que me apunto a todo… menos a pasar hambre. Pero, amiga mía, aquí una cena decente nos cuesta un sueldo. Yo voy al baño. En cinco minutos, recoge los bolsos y nos vemos en la fuente.
Segundo intento fallido. ¿A la tercera iría la vencida?
—Mira cuánta gente hay aquí. Seguro que los precios son razonables —dijo Lucía, arrastrando a Carmen.
El maître las guio a una mesa junto a un acuario central, donde peces dorados parecían guiñarles.
—¿Sabes qué es la mala suerte y cómo combatirla? —preguntó Lucía tras ver los precios—. Pues vamos a darle emoción a la noche. ¡Carmen, esto es un espectáculo! Después de cuatro años en la escuela de teatro, ¡hoy es mi noche de estreno!
Con gesto teatral, cerró la carta y cruzó las piernas, mostrando sus rodillas bronceadas. Luego, echó la cabeza hacia atrás, haciendo brillar sus pendientes de strass.
—Y así, entre risas y algún que otro tropiezo, las dos amigas terminaron la noche compartiendo una botella de vino barato y unos bocadillos de tortilla en la playa, porque al final, lo que importa no es el lugar, sino la compañía.