Una carta ajena

—Estaba ordenando cosas viejas —dijo Miguel Ángel— y encontré una carta en el desván…
—Sí, recuerdo que siempre le escribías a mamá. Sobre todo en Navidad —sonrió Lucía, observando las nuevas arrugas de su padre.
—Pero esta no es mía. La dirección es rara… Pueblito del Sol. Hasta tiene el sello intacto. ¡Y nunca hemos conocido a nadie de allí!

Miguel Ángel se rascó la nuca, intentando recordar de dónde había salido aquella carta. Por eso recurrió a su hija. Y no se equivocó.

—Papá, ¿recuerdas que cuando yo nací trabajabas en correos? Quizá es de entonces… Porque en Pueblito del Sol no conocemos a nadie, eso seguro.
—Hmm —murmuró él, clavando la mirada en la pared—. ¡Caray, qué torpe fui! Es verdad. Me rompí la pierna y luego perdí la cartera de mensajero. Hasta me pusieron una sanción y tuve que pagar el coste. Ochenta euros, lo recuerdo como si fuera ayer.
—Vaya. ¿Entonces nunca recibió la carta? —preguntó Lucía, intrigada.
—¿Quién, él? —frunció el ceño Miguel Ángel.
—Bueno, él… el destinatario.
—¡Ah, no! Era para una mujer —aclaró con una sonrisa.

Padre e hija guardaron silencio. Cada uno pensaba en lo suyo: Miguel Ángel recordaba su época en correos, uno de los períodos más duros de su vida, mientras Lucía imaginaba qué decía aquella carta. Hasta intentó alumbrar el sobre con la linterna del móvil, pero el papel era demasiado grueso para distinguir las letras. Entonces rompió el silencio:

—¿Y si la entregamos?
—¿Ahora? —respondió él—. Seguro que ya no vive nadie allí. Han pasado veinte años, todos se habrán ido… o habrán muerto, como suele pasar.
—Pero ¿y si no? Vamos a intentarlo. ¡Podrías haber cambiado la vida de alguien! —Lucía le arrebató suavemente el sobre—. Mañana mismo vamos.

El amanecer en Pueblito del Sol los recibió con calma. Lucía y su padre recorrieron cuarenta kilómetros hasta llegar. El viaje en pleno verano les dejó una impresión imborrable.

Las calles angostas del pueblo eran desconocidas, pero los carteles modernos los guiaron. Lucía conducía despacio, fijándose en los nombres, mientras Miguel Ángel observaba el paisaje, memorizando el camino.

—Ahí está, número treinta y cinco —dijo Lucía, deteniéndose ante una verja de madera tallada.

Una mujer de unos sesenta años, con arrugas amables y canas entre el pelo oscuro, salió a recibirlos. Los estudió con atención, tratando de reconocerlos.

—¡Buenos días! —anunció Lucía—. Venimos por un asunto muy extraño. Hace veinte años, esta carta era para usted, pero por error se quedó con nosotros. Ahora queríamos devolvérsela.

La mujer los miró con desconfianza.

—¿Qué carta? —preguntó, cautelosa.

Lucía sacó el sobre amarillento y leyó:

—Para María Isabel Martínez López.
—Sí, soy yo —confirmó la mujer—. Pero no recuerdo esperar ninguna carta. Menos hace tanto. ¿Quién la envió?

Tomó el sobre y revisó la dirección. El nombre del remitente no le sonó de nada.

—Pasen, por favor —dijo María, abriendo la verja—. Estas cosas no se hablan en la puerta.

Miguel Ángel y Lucía se miraron antes de entrar. El patio estaba impecable, como si hubiera esperado su visita toda la vida.

Minutos después, estaban sentados a la mesa. María sirvió té en tazas de porcelana.

—Sirvanse —dijo secamente.

Con un cortaplumas, abrió cuidadosamente el sobre. Lucía propuso:

—¿Quiere que la dejemos sola?
—A ustedes también les intriga el contenido —sonrió María—. Y, la verdad, me da miedo leerla sola.

Miguel Ángel sorbió ruidosamente el té. Lucía le lanzó una mirada reprobatoria, pero María no la notó. Al desplegar la carta, sus ojos se movieron rápidamente. De pronto, palideció y se desplomó en la silla, el papel cayéndole al regazo.

Lucía saltó, desorientada. Dudó en buscar agua en una casa extraña, pero al final fue a la cocina.

—Un momento, María Isabel. ¡Traigo agua! ¡Papá, abanícala! —gritó mientras tropezaba con muebles desconocidos. Solo una idea le daba vueltas: ¿qué decía esa carta?

Al volver, María ya sujetaba la carta contra el pecho, recuperando el color.

—Tome agua —dijo Lucía suavemente.
—Gracias —susurró María—. Perdonen el susto. Ya estoy bien.
—¡No! Fuimos nosotros con esta carta… —se disculpó Miguel Ángel, abanicándola con una servilleta.
—No saben lo que han hecho —María lo miró fijamente—. Han cambiado toda mi vida.

Lucía miró a su padre, como preguntando qué había hecho. Él solo encogió los hombros. María continuó:

—Es de la amante de mi marido… —empezó, eligiendo las palabras con dificultad. Lucía abrió la boca—. Imagínense, tuvieron un romance que yo nunca sospeché.
—¿No lo sabía?
—No. Bueno, lo intuí. Hace veinte años, Jaime y yo discutimos mucho. Lo evitaba porque sentía que me mentía. Pero eran otros tiempos. Sin móviles ni mensajes. Él esperaba bajo el balcón, rogando hablar. Luego supe que estaba embarazada de cuatro meses. Se lo dije, y entonces… cambió. Desde ese día, nunca más me dio motivos para dudar. Ahora lo entiendo.

Su voz temblaba, no de llanto, sino de aceptar la traición.

—¿Saben lo peor? —preguntó, mirándolos—. Que nunca podré mirar a Jaime a los ojos…
—¿Por qué? —inquirió Lucía, inocente, hasta que su padre le dio un codazo.

María susurró:

—Lleva dos años muerto.

Miguel Ángel y Lucía se miraron. No había palabras para consolarla.

María habló de su vida con Jaime. De lo felices que fueron, de sus dos hijas, ahora madres. Pero ¡pensar que otra mujer lo amó y quiso una familia con él!

Lucía, de veinticinco años, solo había visto giros así en telenovelas.

—Siento que esto no me está pasando a mí —murmuró María, mirando el jardín florido.

Miguel Ángel tomó la carta de sus manos. El papel, casi transparente por el tiempo, reveló unas letras remarcadas:

*«Estamos destinados a estar juntos. Perdóname, María, pero solo conmigo será feliz».*

—Pues no fue así —dijo él, notando la confusión de María—. El destino, o quien sea, quiso que usted y Jaime vivieran felices. Perdone haber leído… no fue mi intención.

—El destino… —repitió María, saboreando la palabra—. Quizá tenga razón, Miguel.

Él asintió. En sus ojos vio dolor, pérdida, traición… y un extraño alivio. Como si, al conocer la verdad, entendiera mejor su vida con Jaime. Fueron años genuinos, llenos de amor. Y eso, ninguna mentira podía borrarlo.

María se levantó, tomó la carta y se acercó a la chimenea. Sus dedos temblaron al leer las líneas una última vez. Encendió un mechero.

El papel ardió lentamente, convirtiendo palabras en chispas anaranjadas. María observó cómo los secretos del pasado se volvían cenizasY mientras las llamas consumían las últimas palabras, María sonrió, sintiendo por fin que el pasado dejaba de pesar sobre sus hombros.

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MagistrUm
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