**Diario de un hombre**
Una noche de lluvia en un pueblo pequeño, una joven camarera llamada Lucía Mendoza vio a cuatro niñas agazapadas bajo la ventana de su humilde restaurante. Sus ropas estaban rotas, sus rostros pálidos y en sus ojos se reflejaba el dolor silencioso del hambre y la soledad. El corazón de Lucía se encogió. Aquellas niñas no tenían a nadie en el mundo: ni padres, ni un hogar donde refugiarse.
Sin pensarlo dos veces, las invitó a entrar y les sirvió cuatro platos calientes. Ese simple acto de bondad, sin saberlo, marcaría los siguientes doce años de su vida. A partir de entonces, Lucía asumió en secreto la misión de cuidarlas. Tras largas jornadas en el restaurante, guardaba parte de sus propinas para comprarles comida.
Les consiguió ropa de segunda mano, les ayudó con los libros del colegio y hasta les enseñó a leer y escribir alrededor de la mesa de su cocina. Durante diez años, Lucía estuvo a su lado como una madre, sin esperar nada a cambio. También ella sufrió: hacía turnos dobles, se saltaba comidas y dejó atrás sus propios sueños.
Pero cada vez que veía a las niñas sonreír con el estómago lleno, sabía que su sacrificio valía la pena. La vida, sin embargo, no era fácil. Los vecinos murmuraban a sus espaldas, diciendo que Lucía malgastaba su vida con niñas que no eran suyas. Algunos se burlaban, afirmando que «nunca llegarían a nada».
Había días en que Lucía misma dudaba de cuánto podría aguantar. Pero cuando las niñas le apretaban la mano y la llamaban «Mamá Lucía», elegía el amor sobre la duda. Una tarde, mientras descansaba en su vieja silla de madera tomando un té, el rugido de un potente motor rompió la calma de su barrio humilde. Nunca antes había visto un coche de lujo por allí.
Un elegante SUV negro apareció al final de la calle, su carrocería reluciente como algo de otro mundo. El corazón de Lucía se aceleró. El vehículo se detuvo frente a su deteriorada casa, y ella, con las manos temblorosas, dejó la taza sobre la mesa. ¿Quién podía ser? ¿Ocurría algo malo?
La puerta del conductor se abrió, y un hombre alto con traje salió para abrir las puertas traseras. Lucía contuvo el aliento mientras cuatro jóvenes elegantes bajaban, mirando su humilde hogar. Por un instante, no las reconoció. Eran mujeres adultas, seguras, exitosas. Hasta que, de repente, su corazón entendió lo que sus ojos no podían negar: eran ellas. Las cuatro huérfanas que había criado.
«No puede ser ¿Sois vosotras?», susurró con la voz quebrada. Las jóvenes sonrieron y, antes de que Lucía pudiera reaccionar, corrieron hacia el porche. Los viejos peldaños crujieron bajo sus pasos. «¡Mamá Lucía!», gritó una, con voz llena de alegría. Esas palabras derribaron sus últimas dudas, y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
La abrazaron con fuerza, casi haciéndola caer de la silla. Cuando logró hablar, su voz apenas era un suspiro: «Mirad qué hermosas sois ¿En qué os habéis convertido?». Una de ellas tomó sus manos y dijo: «En lo que somos gracias a ti». Otra sacó una pequeña llave plateada y la colocó en su palma. Lucía, confundida, apenas podía creerlo.
«Este coche es tuyo ahora, Mamá Lucía», dijo una de las jóvenes, señalando el SUV. «Y esto es solo el principio». Otra añadió en voz baja: «También te hemos comprado una casa nueva. No volverás a pasar necesidades». En ese momento, Lucía entendió que sus años de sacrificio habían florecido en algo más hermoso de lo que jamás imaginó.
Recordó las noches en que se acostaba con hambre para que ellas comieran, las burlas de quienes decían que perdía su tiempo. Y ahora, ante ella, estaban el fruto de su amor: mujeres fuertes, llenas de vida. Una de ellas enjugó sus lágrimas y dijo: «Todo el bien que nos diste ha vuelto a ti». Lucía negó con la cabeza: «No esperaba nada. Solo quería que tuvierais una oportunidad».
«Y nos la diste», respondió la joven. «Gracias a ti, tenemos un futuro». La llevaron al coche, como si fuera un tesoro, mientras los vecinos que antes la criticaban observaban en silencio. Más tarde, la condujeron a una casa nueva, luminosa, con un jardín lleno de flores. «¿Es mía?», preguntó Lucía, temblando.
Asintieron, radiante






