La hija de Elena era una belleza. Aunque llegó tarde, casi a los cuarenta años, y no fue fácil. Antes de eso, Elena enviudó y se quedó sola, porque Dios no les dio hijos a ella y su marido.
Un día, viajó a la ciudad para visitar a su prima, pasó dos semanas allí y, al regresar, nueve meses después nació su hija, Leticia.
Las vecinas del pueblo susurraban, claro, pero Elena no compartió con nadie quién era el padre de su hija ni por qué nunca la visitaba. Ni siquiera su amiga más cercana logró descubrir el secreto. Pero Leticia creció envidiada por todos: una niña hermosa, de ojos claros y fuerte.
¡Y cómo la cuidaba Elena! La vestía con esmero, le enseñaba modales y la hacía ayudar en casa. Leticia creció alta, elegante y amable. Tras la escuela, terminó un curso en la capital del municipio y volvió al pueblo como contable en una granja avícola.
Y enseguida conoció a Javier. Él era nuevo en el pueblo, recién llegado como agrónomo. Culto, nada que ver con los hombres rudos del campo. Se gustaron al instante. Javier le declaró su amor al mes y se casaron. Ella tenía veintiún años, él veinticinco. La boda fue la comidilla del pueblo.
Pero después de la boda, empezó a desaparecer. Se iba un día o dos y luego regresaba. Un verano, mientras tomaban té en la glorieta, llegó un coche a la casa. De él bajaron una mujer y un niño.
“Hemos venido para las vacaciones, papá”, dijo el niño. Resultó que era su primera esposa, de la que nunca había hablado. A su hijo lo visitaba a escondidas. Leticia no perdonó la mentira. Hizo las maletas y se fue con su madre.
Elena lloró mucho, regañando a su hija: “No puedes dejarlo así. ¿Y qué si tuvo otra familia antes? Ahora te quiere a ti. Acoge al niño, no es para siempre, solo viene en vacaciones”.
Pero Leticia no cedió y se divorció de Javier. Joven y obstinada, se marchó a Madrid a buscar fortuna. Visitaba a su madre a menudo, pero no tenía nada que celebrar: ni trabajo estable, ni casa, ni amor.
Cuando cumplió veintiocho, su madre enfermó. Leticia lo dejó todo y regresó. Javier ya se había vuelto a casar, con dos hijos, y su nueva esposa temía que Leticia le quitara a su marido. “Mira qué elegante viene de la ciudad”, murmuraban.
Pero Leticia no miraba a nadie. No salía del patio. Dedicó todo su tiempo a su madre, cuidándola con devoción. Dos años la cargó en sus hombros, aunque los médicos no le daban ni uno. Y al final, la perdió.
No volvió a Madrid. No encajaba en aquel ajetreo. La esposa de Javier seguía nerviosa. Él mismo se volvió serio y taciturno. En el funeral, fue el primero en ayudar. Leticia le agradeció, pero no le prestó atención.
Y seguía igual de hermosa. ¡Nadie le daba los treinta que tenía! Mientras que a Javier ya le plateaban las sienes.
Entonces ocurrió lo inesperado. El pueblo volvió a murmurar. El hijo de los Martínez, Adrián, regresó del servicio militar. Un veinteañero apuesto, alto como un pino, hombros anchos y brazos musculosos.
Las chicas del pueblo suspiraban por él, pero Adrián no miraba a ninguna. Hasta que un día fue al río y vio a Leticia nadando, su pelo oscuro flotando como el de una sirena.
Al ver tanta belleza, le latió el corazón. Se sentó en la orilla, esperando a que saliera. Luego se lanzó al agua y la sacó en brazos.
Ella se reía, forcejeando, pero él no la soltaba. Se enamoró de su sirena a primera vista. Tanto, que a la semana le pidió matrimonio.
Sus padres se opusieron. “¿Qué locura es esta? Ella ya ha estado casada, ha vivido en la ciudad. Tú eres un crío, ¿qué clase de marido serás para ella?”, le decía su madre entre lágrimas.
El pueblo se escandalizó. Todos miraban a Leticia de reojo. Pero ella, ¿qué culpa tenía? Pasó dos tardes con Adrián, sentados junto al río al atardecer. ¿Y si él se enamoró? ¿Acaso se puede mandar al corazón?
Sus padres fueron a suplicarle que dejara en paz a su hijo. Que no eran pareja. Leticia, herida, volvió a Madrid. No habría felicidad para ella en el pueblo.
Pasaron siete años.
La vida en Madrid tampoco le sonrió. Trabajó en una tienda, vivió de alquiler. Luego conoció a un buen hombre, se casó y tuvo un hijo. Su marido era amable, con buena posición, vivían en un piso amplio. Criaron a su hijo. Él siempre hablaba de volver al pueblo a arreglar la casa.
Pero Leticia no sentía apego. Incluso cuando visitaba la tumba de su madre, evitaba el pueblo.
Tenía malos recuerdos de cuando perdió a su madre y los vecinos la criticaban. Pero la casa necesitaba atención. Tanto tiempo cerrada… Sin embargo, antes de poder ir, su marido enfermó.
Leticia quedó viuda a los cincuenta. Su hijo, de quince, aún necesitaba guía. Y la casa del pueblo la inquietaba. Quizá venderla… ¿Algún vecino la compraría?
En verano, viajaron al pueblo. Limpiaron la tumba de su madre y decidieron dejarse ver.
Leticia, elegante en un vestido negro con perlas y sombrero, caminaba junto a su alto hijo. La gente salía a mirar. Ella saludaba, aunque no reconocía a todos.
La casa estaba deteriorada, las persianas torcidas, el porche desgastado. Pero seguía en pie.
Los vecinos llegaron con preguntas. Leticia compartió su vida en Madrid y su pérdida. Los rumores volaron.
Esa noche, llamaron a su puerta. Su hijo ya dormía, y ella hojeaba un álbum antiguo.
Al abrir, se sorprendió. Adrián estaba en el umbral. La vida tampoco le había sido fácil.
Después de que ella se fue, tardó en casarse. Finalmente eligió a Laura, del pueblo de al lado, para no herir susceptibilidades. Pero no tuvieron hijos.
“No tuve suerte, Leticia”, confesó. Laura le era infiel, y a él le daba vergüenza. “Nunca pude olvidarte. Solo entendí tarde que eras mi único amor. Escuché a mis padres y perdí lo que más quería. Y tú sigues igual de hermosa”.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Adrián ya no era el mismo. A los cuarenta, con calvicie incipiente, manos callosas. Trabajaba como mecánico. Hablaron hasta medianoche, y ella lo despidió.
“¿Me das tu dirección? Quizá te visite. ¿Te importaría?”
Ella se la dio, aunque dudaba que fuera. ¿Para qué? Habían perdido su tiempo. Decidió no vender la casa y volvieron a Madrid.
En menos de un año, Adrián apareció en su puerta. Alto, bien afeitado, vestido con elegancia, pero con melancolía en la mirada.
Al verlo, una oleada de recuerdos la inundó. Cómo la amó, cómo le pidió matrimonio, cómo ella huyó. ¿Acaso la vida les daba una segunda oportunidad tras veinte años?
¡Y así fue! Adrián se divorció de Laura y le rogó otra oportunidad. Se llevó bien con su hijo, ya casi un hombre. Y cuando Leticia entendió que era su destino tardío, aceptó.
Se casaron sin fiesta. Adrián se mudó con ella y su hijo, y por fin fueron felices, aunque con veinte años de retraso.
Y aunque nunca recuperarían esos años perdidos, cada día juntos desde entonces les demostró que el amor verdadero no conoce de prisa ni de tardanza.