Una anciana con un fardo en sus manos se preparó para la soledad… pero le esperaba la felicidad, no la traición.

La anciana con su hatillo en las manos se preparó para la soledad… pero lo que le esperaba no era traición, sino felicidad.

A cualquier edad, la vida sabe golpear fuerte. Sobre todo en la vejez. Cuando ya has vivido todo lo posible, has dado lo mejor de ti, y de repente te encuentras solo. Desvalido. Dependiente. Invisible. Peor que la soledad es la sensación de haber sido traicionado por aquellos por los que viviste. Y Carmen Martínez estaba segura: su hora había llegado.

Aquel día, sentada en su habitación, escuchaba cómo su nuera, Isabel, trajinaba en la cocina de al lado, y recordaba el pasado. A su hijo Javier, muerto hacía ya tres años. A su nieto, que se había marchado a trabajar a Madrid y apenas llamaba. Y a sí misma, vieja, torpe, siempre fuera de lugar. Se sentía una carga. Por eso no se sorprendió cuando Isabel entró en la habitación con el rostro serio y una voz firme:

—Doña Carmen, prepárese. Quiero llevarla a un sitio. Creo que le gustará.

A la anciana le dio un vuelco el corazón. Los dedos se aferraron a los brazos de la butaca.

—¿Adónde? —preguntó, con la voz ronca.

—Pronto lo sabrá —contestó Isabel, evitando su mirada.

Aquellas palabras confirmaron sus peores temores. Doña Carmen sabía cómo funcionaban estas cosas. Primero te aguantan, luego se irritan, y al final, sin alboroto, te llevan. A un sitio del que pocos regresan. Donde huele a medicina y desdicha. Donde nadie te toma de la mano ni te llama “mamá”.

Tras la muerte de Javier, doña Carmen había vendido su casa: el dinero se fue en tratamientos, hospitales, noches en vela. Cuando él partió, se quedó sola. No tenía adónde ir, e Isabel le permitió quedarse con ellos. Su relación nunca fue fácil. Pero su nieta Clara, su luz en la oscuridad, la quería con sinceridad, y ese cariño aliviaba un poco su vejez solitaria.

—¿Puedo despedirme de Clara? —preguntó doña Carmen, retorciendo el borde de su bata.

—Claro —respondió Isabel, sorprendida—, pero deprisa.

No tardó en recoger sus cosas. No eran muchas. Solo un hatillo viejo, donde guardaba con cuidado todo lo que le quedaba. En la puerta, se detuvo un instante: pasó la mano por el marco, palpó las paredes, como despidiéndose. Luego siguió a Isabel, con pasos pequeños, lentos, casi imperceptibles.

Durante el trayecto, doña Carmen no levantó la vista del suelo. No quería ver las casas, los coches, la gente que pasaba. Le daba igual. Iba como quien camina al patíbulo. Solo pensaba en por qué Isabel la había soportado tanto tiempo. Por qué no la había echado antes.

—Hemos llegado —dijo Isabel.

La anciana alzó la mirada. Y no entendió. Alrededor todo era hermoso, como en un cuadro: bosques, un río, montañas en la lejanía. Olía a pino y a aire fresco. No había cercas, guardias ni enfermeras. Solo una casa, pequeña y acogedora, como salida de una postal antigua.

—¿Qué es esto? —preguntó, confundida.

Isabel respiró hondo y dijo:

—Javier me contó que soñaba con vivir en una casa cerca de las montañas y el río. Pensé mucho en cómo cumplir su sueño. Vendí el piso y compramos esta casa. Viviremos todos juntos. Clara ya es mayor, le compraremos un piso en la ciudad para que empiece su vida. Pero usted… aquí será feliz de verdad. Perdone que no se lo dije antes, quería darle una sorpresa.

Doña Carmen se quedó inmóvil. No lo creía. No lo entendía. Solo permanecía allí, con su hatillo apretado como un salvavidas, mirando a su nuera. Hasta que las lágrimas brotaron. No de dolor. No de miedo. Sino porque alguien la había escuchado. Porque todavía era necesaria. Porque no la habían traicionado.

—Perdóname, Isabel… por todo. Por las discusiones, por mi frialdad. Me equivoqué —susurró, abrazándola.

—No diga eso, doña Carmen. Todo irá bien. Ahora somos familia. Yo estaré siempre a su lado.

Se quedaron allí, en medio del nuevo jardín, abrazadas como si el cariño nunca hubiera faltado. A sus espaldas, el río murmuraba, los árboles susurraban, y comenzaba una vida distinta: aquella en la que la vejez no daría miedo, y el amor no sería fingido.

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Una anciana con un fardo en sus manos se preparó para la soledad… pero le esperaba la felicidad, no la traición.