Ana volaba hacia el hombre que amaba, literalmente sobre alas de felicidad. Por fin su hijo había terminado el instituto y entrado en la universidad. Ahora, por fin, ella y su marido podrían vivir juntos.
El mismo día que dejó a su hijo en la residencia universitaria, compró un billete de autobús y partió hacia Esteban. Llevaban solo dos años casados, pero se conocían desde hacía una eternidad.
Su relación no había sido fácil. Comenzó con dificultades, pasó por momentos duros, pero al final el destino les prometía un futuro feliz juntos. Al menos, Ana estaba segura de ello.
Se conocieron ocho años atrás. Ana apenas se había repuesto de su divorcio con su primer marido y durante mucho tiempo no dejó que se le acercara nadie. Hasta que apareció Esteban. Aunque con él también dudó al principio. Él tuvo que esforzarse para convencerla de que no era como su ex, Javier.
Durante seis meses salieron, hasta que decidieron vivir juntos. Esteban se mudó con ella porque su pequeño apartamento de soltero no habría dado para los tres. Ana tenía un hijo de diez años. Un buen chico, aunque al principio tampoco se llevó bien con su padrastro.
Tras tres años juntos, Esteban empezó a pensar en casarse, pero Ana no tenía prisa por volver a pasar por el altar. Para ella, esos papeles ya no significaban nada. Además, un matrimonio no te libraba de las infidelidades, ni de hombres ni de mujeres.
Ella estaba bien así, no quería cambiar nada.
Esteban al principio respetó sus ideas, pero con el tiempo entendió que necesitaba más. Quería que Ana fuese su esposa en todos los sentidos. La situación llegó a tal punto que le puso un ultimátum: o se casaban o se separaban.
A Ana no le gustó su insistencia y decidió que era mejor terminar. Y así, estuvieron separados seis meses.
En ese tiempo, Esteban se mudó a otra ciudad, donde un buen amigo le ofreció un trabajo bien pagado. Volvía poco a casa, solo cada dos meses para visitar a sus padres. Y en uno de esos viajes, se encontró de nuevo con Ana.
Ella paseaba por el parque, radiante, como si su vida fuese perfecta. Hasta que sus ojos se encontraron con los de él. En su mirada, él leyó exactamente lo que sentía por dentro: ella aún lo amaba. Y no podía ocultarlo.
Volvieron a salir, pero ahora a distancia. A veces ella iba a visitarlo, otras él a ella. Cada encuentro estaba planeado con cuidado, pero siempre estaban llenos de calor y pasión.
Se veían una vez al mes, a veces dos. Esteban le había propuesto muchas veces que se mudara con él. Incluso había comprado un piso de dos habitaciones en esa ciudad, aunque aún estaba pagando la hipoteca.
Ana lo deseaba con todo su corazón, pero en aquel momento no podía cambiar su vida de golpe. Su hijo era adolescente, necesitaba atención. Además, su madre había enfermado y requería cuidados. Durante más de dos años, Ana luchó por recuperarla, hasta que al fin mejoró.
“¡Todavía tiene mucha vida por delante!”, le dijo el médico con alegría al darla de alta.
Carmen, su madre, ya no la retenía, pero Adrián, su hijo, estaba en los últimos años del instituto. No quería cambiar de colegio y le pidió a su madre que esperaran hasta que terminara. Ana cedió.
El verano antes de que Adrián empezara el último curso, Ana y Esteban por fin se casaron. Viendo la felicidad que eso le daba a él, casi lamentó no haberlo hecho antes, pero ¿de qué servía llorar por lo perdido?
Ahora ya no solo salían. Su relación podía considerarse un “matrimonio de fines de semana”, si no fuera por los cientos de kilómetros que los separaban.
Y por fin, Adrián entró en la universidad. Ana estaba orgullosa de su hijo y, además, entendió que era el momento de reorganizar su vida. No le dijo nada a Esteban, pero planeó mudarse con él. Quería darle la sorpresa.
Bueno, en realidad él ya lo sospechaba, pero no sabía la fecha exacta.
Hizo las maletas, tomó el autobús y partió hacia él. Quería que ese día fuese inolvidable. Ya se imaginaba poniéndose la lencería de encaje que había comprado, esparciendo pétalos de rosa en la cama recién vestida, preparando una cena especial y esperando a su amor.
Ana soñaba con cada detalle durante el viaje. Estaba segura de que Esteban estaría encantado con la sorpresa. Pero en realidad, la sorpresa fue para ella.
Abrió la puerta del piso con su llave y se quedó paralizada. Unos ojos azules la miraron fijamente: una chica pelirroja, preciosa y muy joven.
—¿Quién eres? —preguntó Ana.
—Soy Vera. ¡Oh, tú debes ser Ana! Lo siento, me voy ahora mismo.
—¿Que te vas? ¡Explícame quién eres! —insistió Ana, sin poder creerlo.
—No te preocupes, por favor. Soy… la chica de tu marido.
—¿¡Qué!? ¿La chica de mi marido? ¿Estás en tus cabales? —Ana estaba fuera de sí.
Sentía que su mundo se desmoronaba en ese instante, como si el planeta hubiera dejado de girar.
—Por favor, no te alteres. Esteban es un buen hombre y te quiere mucho.
—¿Me quiere? ¿Y por eso vive con otra mujer en mi ausencia? ¿Cuántos años tienes? ¿Veinte cumplidos?
—Sí, los cumplí este año. Nos conocimos por casualidad. No tenía donde quedarme y él me acogió. Al principio éramos solo amigos, pero me enamoré de él. Sé que él no me quiere ni me querrá jamás, porque te tiene a ti. Pero… entiende que estaba solo. Yo solo quería acompañarlo, aunque fuera un tiempo.
A Ana le parecía que la chica hablaba sandeces. Trataba de recordar si alguna vez había sospechado de la fidelidad de Esteban. Nunca encontró rastros de otra mujer en su casa cuando lo visitaba. Ni una sola vez. ¿Cómo era posible?
—Voy a recoger mis cosas y me voy. Supongo que no le avisaste que venías, por eso él no me dijo nada. Lo siento.
—¿Que no es la primera vez que estás aquí?
—No, llevamos año y medio juntos. Cada vez que tú venías, yo recogía todo, limpiaba el piso para que no quedase ni un rastro, y me iba a casa de una amiga unos días. Éramos muy cuidadosos. Esteban no quería hacerte daño. No me dejaba tocar tus cosas, ni siquiera el champú o el cepillo de dientes. Por eso nunca lo notaste. Pero ahora…
—¿Y crees que el simple hecho de que estuvieras aquí no me iba a doler?
Ana no entendía por qué seguía hablando con esa chica, pero Vera no paraba. Tal vez por los nervios.
—No tiene sentido que te enfades. Te lo repito, él solo te quiere a ti.
—¿Pero se acuesta contigo cuando yo no estoy?
—No le des importancia. No siente nada por mí. ¡Estoy segura!
En ese momento, la puerta se abrió y entró Esteban. Seguramente Vera le había avisado.
Parecía desolado.
—Ana, lo siento, esto no significa nada. ¡Solo te quiero a ti! —dijo, extendiendo sus brazos hacia ella, pero Ana los apartó.
—¡Año y medio de mentiras! ¿Y así demuestras tu amor?
—¿¡Le dijiste que llevamos año y medio!? —le gritó a Vera—. ¿Cómo te atreves?
—Esteban, lo siento, pero no me avisaste que venía tu mujer.
—¡Yo tampoco lo sabía! —contestó él—. Ana, cariño, ella se va ahora y hablamos nosotros. ¡Por favor!
—No hay nada que hablar. Y túAna cerró los ojos un instante, respiró hondo y, al abrirlos de nuevo, sonrió con calma mientras tomaba la mano de Esteban, decidida a no dejar que ni el pasado ni los sueños oscurecieran el futuro que habían luchado tanto por construir.