La suegra asomó la cabeza a la olla y dio un grito de horror
María Dolores despertó al alba y, como de costumbre, se dirigió a la cocina de su casa en las afueras de Segovia. Para su sorpresa, su nuera ya revolvía algo al fuego.
—Buenos días —sonrió Inmaculada, removiendo el contenido de la cazuela.
—Buenos —refunfuñó María Dolores, arrugando la nariz—. ¿Qué estás guisando?
—Cocido —respondió la nuera sin levantar la vista—. Diego lo adora.
—¿Cocido? —la suegra olfateó con recelo—. ¿No debería oler diferente un cocido?
—¿Y cómo debería oler? —Inmaculada encogió los hombros, tapó la olla y salió de la cocina.
María Dolores, sin perder tiempo, se acercó al fogón, destapó la olla y miró dentro. Lo que vio la hizo retroceder como si hubiera visto un brebaje de brujería.
—¿Qué porquería es esta? —musitó, alejándose con gesto de asco.
Inmaculada regresó con los platos y, al notar la reacción de su suegra, explicó con calma:
—Es cocido, María Dolores. Verduras de nuestra huerta, recién cogidas. Cocinar con lo tuyo es una bendición.
—¿Bendición? —resopló la suegra, cruzando los brazos—. Esa huerta es pura condena. Perder el tiempo cavando la tierra cuando puedes comprarlo todo en el mercado. No os entiendo.
—A mí me gusta —respondió suavemente Inmaculada, sirviendo el cocido en los platos. El aroma de garbanzos, berza y tocino llenó el aire—. La tierra te da fuerzas cuando trabajas en ella.
—¿Fuerzas? —María Dolores puso los ojos en blanco—. Eso es entretenimiento para gente sin oficio. Las personas de bien… —Calló al ver que Inmaculada seguía sonriendo, como si no oyera sus pullas—. ¿Y para quién has hecho tanto?
—Para nosotros —dijo la nuera—. Diego siempre repite.
La suegra se apartó teatralmente, fingiendo un desmayo ante el olor.
—¡Yo no pienso probar eso! —declaró con dramatismo—. ¡Solo el aroma me revuelve el estómago! ¿Qué leches has echado ahí dentro?
Inmaculada suspiró, evitando mirarla. Por el rabillo del ojo vio a su marido, Diego, que había entrado en la cocina y observaba la escena con tensión, callado.
María Dolores no entendía qué le había sucedido a su hijo. Hace dos años, Diego era un chico de ciudad, prometedor ingeniero. Iban juntos al teatro, discutían sobre gastronomía y soñaban con su futuro. Y de pronto, esa vida rústica, la huerta, esa Inmaculada aldeana. ¡Hasta su nombre le producía urticaria!
Diego siempre fue un buen partido—alto, inteligente, bien plantado. ¡Cuántas muchachas de buenas familias suspiraban por él! ¿Por qué eligió a esa moza de campo y esa casa perdida? María Dolores esperaba que se le pasara la tontería y volviera a la ciudad, a la vida normal. Pero el tiempo pasaba y Diego se hundía más en aquella «idílica» vida rural.
Decidió actuar. La invitación a cenar de Inmaculada era la excusa perfecta. La suegra trazó un plan: recordarle a su hijo quién era y sacarlo de ese agujero antes de que fuera tarde.
Diego entró en la cocina, abrazó a su mujer y se volvió hacia su madre:
—Madre, prueba el cocido. Inma lo hace de vicio.
—Diego, sabes que tu padre y yo nunca comimos esas comidas de aldea —replicó María Dolores—. De pequeño, tú mismo le hacías ascos al cocido. Decías que era comida de viejas.
Inmaculada no pudo evitar sonreír, imaginando al pequeño Diego torciendo el gesto ante el plato. Pero ahora su marido era un hombre maduro, y sus gustos habían cambiado.
—Madre, los tiempos cambian —dijo él con media sonrisa—. El cocido de Inma es una obra maestra. Pruébalo, no te arrepentirás.
—¿Obra maestra? —la suegra ahogó un grito—. ¿Llamas obra maestra a una olla de berzas? ¡Las obras maestras están en los museos, en las óperas, no en esta… bazofia!
Inmaculada intentaba ignorar sus palabras, pero algo le dolía dentro. Sabía que para María Dolores no era más que una campesina indigna de su hijo. Y aún así, deseaba que su suegra valorara sus esfuerzos, aunque fuera una vez.
—Madre, basta —dijo Diego firme—. Inma hace mucho por nosotros. Somos felices, y eso es lo importante.
—¿Felices? —María Dolores apretó los labios—. Veremos cuánto dura. Tú eres de ciudad, hijo. La urbe te llama, y esta vida… no es más que un capricho. Ya recordarás mis palabras.
Diego la miró con reproche:
—Soy un hombre, madre. Inma y yo elegimos esto, y no me arrepiento.
—Todavía no —replicó la suegra con desdén—. Pero has olvidado lo que es la vida de verdad. Esta chica te hechizó con sus lechugas, pero no durará.
Inmaculada no pudo contenerse:
—María Dolores, ¿qué tiene de malo nuestra vida? No molestamos a nadie. Diego es feliz, ¿no le alegra eso?
—¿Alegrarme? —estalló la suegra—. ¡Veo cómo arrastras a mi hijo a este páramo, lejos de la civilización! Te conviene tenerlo aquí. Y ya verás, hasta le darás un hijo para atarlo del todo.
Inmaculada se quedó helada por la crueldad de sus palabras. Diego se levantó, con los ojos oscuros:
—Madre, has pasado todos los límites.
María Dolores no cedió:
—Digo la verdad, hijo. No puedes vivir en este aislamiento eternamente. ¿Cómo vas a disfrutar de huertos y pucheros, siendo urbano?
De pronto, Diego sonrió:
—Madre, era urbano porque no conocía otra cosa. Inma me mostró esta vida, y me gusta.
María Dolores resopló, pero no insistió. Su plan había fracasado, pero en su cabeza ya germinaba otro. No pensaba rendirse.
Cuando la suegra se marchó, Inmaculada se quedó largo rato en la cocina, mirando la olla de cocido. Le reconfortaba que Diego la defendiera, pero el rencor ardía dentro de ella. Quería que María Dolores aceptara su vida. Golpeó el borde de la olla con la cuchara, pensativa.
Diego entró, se sentó junto a ella y le tomó la mano:
—Inma, no le des importancia. Mi madre siempre cree saberlo mejor. Pero yo te elegí a ti y a esta vida. Si ella no lo entiende, allá ella.
Inmaculada asintió, abrazándolo:
—Solo desearía que nos aceptara. Pero quizá pido demasiado.
—Quizá algún día lo haga —dijo Diego suavemente—. Y si no, seguiremos siendo felices igual.
Inmaculada sonrió, sintiendo alivio. Su pequeño mundo, su hogar, su cocido… era su felicidad, y nadie podía arrebatársela.
—Oye —rió de pronto—, terminemos este cocido. Por nosotros, por nuestra vida, por sencilla que parezca.
Diego tomó la cuchara:
—Por nosotros, por nuestro cocido y por todo lo que vendrá.