Un viejo amigo

La vieja amiga

Aquella casita me gustó desde el primer momento. Pequeña, limpia, con muebles de los años setenta, incluso un aparador de madera con cristales biselados. Una alfombra colgada en la pared, una tetera ahumada sobre la placa, y un frigorífico «Balay» viejo en la cocina. Y, claro, una radio en la salita. Una radio antigua, de donde salía la voz cálida de Radio Nacional. Con sus crepitaciones, su leve silbido, sus canciones de otra época. No había tele, pero no me importaba.

Llegaba del trabajo, subía el volumen de la radio y ponía la tetera al fuego. Llenaba la taza de agua hirviendo, aspiraba el aroma del té y me quedaba junto a la ventana, mirando la calle. La radio parloteaba, y yo miraba hacia afuera. Al cielo azul oscuro, a las estrellas borrosas como botones descosidos, a la luna mellada. Y callaba. ¿Con quién iba a hablar? Vivía solo en aquel piso. Así fue, hasta que conocí a mi nueva vecina. Se llamaba Lucía. Lu. Una chica encantadora.

Aquella noche volví muy tarde del trabajo. Todo el día en la cadena de montaje, con la espalda hecha polvo y las piernas como de trapo. Entré en la cocina, y allí estaba ella. Lu. Sentada, mirándome. Primero quise enfadarme, incluso levantar la mano, pero cuando me miró con esos ojos brillantes, la dejé estar. Puse la tatera al fuego y me senté a su lado. Yo la miraba, ella a mí. Y no se iba. Simplemente callaba.

Me serví el té, saqué unas galletas del paquete y las dejé en la mesa. Lu estiró el cuello al ver los dulces. Le ofrecí una, la olió, giró la cabeza con delicadeza y se quedó escuchando la radio. Oímos las noticias, supimos qué pasaba en el mundo, y luego me fui a dormir. Lu se quedó en la cocina, con la radio. Por la mañana ya no estaba. Se habría ido a sus cosas. A mí me esperaba la fábrica y la máquina de siempre, pero qué hacía ella, no lo sabía. Solo volvía al anochecer, cuando yo regresaba con una bolsa de la compra: bacalao seco, una jarra de cerveza fría y galletas de avena. Así empezamos a vivir juntos. Lu y yo.

Llegaba a casa, servía la cerveza, limpiaba el bacalao y charlaba con Lu. Ella no bebía, claro. Solo escuchaba y callaba. A veces, si me exaltaba demasiado, empezaba a pasear por la cocina. De un lado a otro. Luego se calmaba y volvía a la mesa. Se sentaba y me miraba con esos ojos brillantes. Escuchaba. Y yo me sentía bien. Hablaba, soltaba toda la basura que llevaba dentro, y el alma se me aligeraba. Lu lo sabía, por eso callaba.

Y le encantaba oír la radio. Sobre todo las canciones antiguas. Algunas veces llegaba del trabajo y no estaba en la cocina. Encendía la radio, ponía la tetera al fuego, me daba la vuelta… y ahí estaba Lu. Sentada, escuchando, mirándome con esos ojos luminosos. Ella feliz, yo también. Cenábamos, oíamos la radio y hablábamos hasta tarde. Le contaba todo: lo nuevo en la fábrica, la chatarra que traían, cómo Pepe casi lo pillan borracho. Incluso le hablaba de mi vida pasada. Lu escuchaba atenta. Callaba, brillaba y escuchaba. Buena chica. Le encantaba oírme hablar de cuando serví en el ejército.

Ay, se lo conté todo. Cómo me enviaron al frente siendo un chaval, cómo casi me capturan, cómo ardían los tanques. Hablé de la comida caliente, de la conmoción. Y Lu escuchaba. Era lista. No cualquiera sabe acompañar el silencio, pero ella sí. Le hablaba de mis amigos, de mis camaradas, me secaba alguna lágrima, y ella me miraba con pena, me tocaba la mano… y el peso se iba. Tuve suerte con esa vecina. La quería, y ella a mí. Solo le molestaba que volviese borracho. Me miraba con desaprobación y apartaba la cara. Hasta la radio perdía su interés.

Una vez me emborraché con los colegas, y cuando llegué a casa, Lu, al verme, se escondió en la habitación. Me dio vergüenza ahogar mi pasado en alcohol en vez de compartirlo con ella, como antes. Guardé la botella en la nevera, encendí la radio y me puse a fumar. Me entró una tristeza… y cuando eso pasaba, Lu siempre venía. Aunque estuviese enfadada. Vino entonces también. Se sentó a mi lado, me tocó la mano y me miró, callada. Empecé a quejarme de la vida, acompañando las palabras con el humo amargo. Hasta que me di cuenta: ¿de qué me quejaba? Tenía un techo, comida, hasta una amiga. Alguien que me escuchaba, me calmaba y callaba a mi lado. ¡Ay! Tiré todo el alcohol de casa aquel día. Solo me permitía cerveza fría y bacalao. A Lu no le molestaba. Se sentaba, olía el pescado y callaba, escuchándome hasta que me iba a dormir. Sabía que se quedaba en la cocina mucho rato después, mientras yo soñaba.

Hasta que un día desapareció. Una semana sin venir. Me entristeció, me sentí solo sin Lu. Me había acostumbrado a nuestras charlas nocturnas en la cocina. Encendía la radio, movía las botellas… pero Lu no aparecía. Una noche, picado por el diablo, fui al estanco. Triste. Pero Lola, la dependienta, puso las manos en las caderas y movió la cabeza. No me vendió alcohol, pero me dio unas empanadillas. De patata. Tres días después, vino a mi casa. Sonrojada, sonriente, amable. Hizo cocido, más empanadillas, charlamos un rato y se marchó. Tenían inventario. Dijo que al día siguiente pasaría a verme.

Cuando se fue, entendí cuánto echaba de menos la bondad. Antes era Lu quien me animaba, me escuchaba, no me dejaba beber y me hacía compañía… pero ahora estaba solo. Aunque Lola debió ver algo en mi mirada aquella noche en el estanco. Por eso me dio las empanadillas, y luego vino a verme. Buena mujer. Le gustaba leer. Empezó a visitarme a menudo. Así, porque sí. Llegaba, preparaba la cena, conversaba. Yo le hablaba del ejército, ella de los libros de caballerías. Yo del pasado, ella del futuro. Hacía mucho que no se oía reír en mi casa. Una risa cálida, sincera.

Un mes después la invité al cine. ¡Qué nervios! Hasta quemé una camisa blanca con la plancha mientras me arreglaba. Menos mal que tenía otra en el armario. Hacía siglos que no salía con gente. Los colegas no cuentan, los veía cada día en la fábrica. Pero esto era distinto. Compañía, cultura… y Lola. Hermosa como una princesa de cuento. Vimos la película, paseamos por el parque, comimos helado en cucurucho y bebimos gaseosa. Fue divertido. Me acostumbré a ella, como a Lu.

Sabía que al volver del trabajo, estaría en la cocina. Y en la salita, la radio murmuraba. Bajo, acogedor. Me acostumbré a Lola. Tanto, que empecé a tener miedo. ¿Y si desaparecía, como Lu? Volvería a estar solo. Hasta que un día reuní valor, me acerqué a ella y le propY así fue como, en medio del aroma a cocido y el murmullo de la radio, entendí que la vida siempre te devuelve a quienes de verdad te quieren, aunque sea en formas distintas.

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