Un viaje transformador al hogar perdido

Un viaje decisivo a casa

Esa mañana gélida de diciembre, Lucía y su marido Javier partieron hacia el pequeño pueblo de Valdemorillo, donde vivían los padres de ella. La nieve crujía bajo sus pies, y el cielo, cubierto de nubes plomizas, anunciaba tormenta. Les esperaba un viaje largo, lleno de inquietudes y sorpresas. Al llegar, sus padres los recibieron con abrazos cálidos y risas de alegría. La casa olía a pan recién horneado, y las llamas del hogar crepitaban, envolviéndolos en un ambiente de tranquilidad.

El padre de Lucía, Francisco, se llevó a Javier al salón para hablar de “cosas de hombres”: política, coches y la próxima excursión de pesca. En la cocina, Lucía y su madre, Carmen, compartieron un té mientras hablaban de lo que más inquietaba a Carmen: ¿por qué no tenían hijos todavía? Lucía sonrió, intentando calmarla:

—Todo llegará, mamá, no te preocupes. Dentro de un año, hablaremos del tema.

Pero en su voz había duda, y en su corazón, una inquietud sorda. Esa noche, el viento aulló fuera de la casa, anunciando la llegada de una ventisca. Lucía se acurrucó junto a Javier, y sus brazos eran tan tiernos como en los primeros años de amor. Se durmió sintiéndose segura, aunque algo en su interior le decía que el destino guardaba un giro inesperado.

Al amanecer, los despertó el aroma del café y de las tortitas doradas. Lucía se lavó la cara con agua fría, sacudiendo el último vestigio de sueño, y se acercó a Javier. De pronto, él se llevó una mano al hombro con un gesto de dolor. Su expresión se torció, y Lucía contuvo el aliento, paralizada por el miedo.

—Es el hombro otra vez —murmuró él, intentando sonreír—. Se me pasará, como siempre.

Carmen, al oírlos, trajo una pomada casera y una bufanda de lana. Vendó con habilidad el brazo de su yerno, murmurando que todo iba a ir bien. Pero Lucía veía cómo él fruncía el cejo, y su pecho se oprimió de angustia.

—Lucía, creo que tendrás que conducir tú —susurró Javier cuando quedaron a solas.

Ella asintió, aunque por dentro todo en ella se rebelaba. El viaje de regreso sería duro, y tras la nevada de la noche anterior, aún más. Pero no había vuelta atrás.

Ese año había sido una prueba para ambos. No pudieron celebrar el Año Nuevo con sus padres: Javier insistió en una reunión de negocios clave para su empresa. Lucía, aunque lo comprendía, no podía evitar sentirse culpable. Decidieron visitarlos dos semanas antes, llevando regalos: un móvil nuevo para Francisco y unas botas de invierno para Carmen. En el maletero, además, guardaban frutas, vino y dulces, como era costumbre en la familia.

Pero la tristeza llegó de improviso. La noche antes del viaje, Lucía recibió la noticia de que su compañera Marta, con quien había trabajado más de diez años, había fallecido. Las lágrimas caían sin control, y Javier la abrazó, intentando consolarla. Pero Lucía sabía lo frágil que era la vida, y esa idea no la abandonaba.

La noche fue agitada, llena de pesadillas que al amanecer ya no recordaba, solo una opresión en el pecho. No quiso preocupar a Javier, así que partieron al alba.

Sorprendentemente, la mañana estaba despejada. Un ligero frío y algunos rayos de sol se colaban entre las nubes. La carretera estaba helada en la ciudad, pero al salir a la autovía, el asfalto estaba limpio. Sin embargo, tras cien kilómetros, el cielo se oscureció y comenzó a nevar. El coche avanzaba lentamente en medio de la ventisca, y Lucía apretaba el volante con fuerza, resistiéndose al pánico.

Cuando por fin llegaron a Valdemorillo, sus padres los esperaban en la puerta. Abrazos, risas, el calor del hogar… por un momento, la angustia se desvaneció. Durante la cena, Lucía sintió que volvía a ser niña: los olores familiares, los chistes de su madre, las historias de su padre. Pero cuando Carmen mencionó nuevamente el tema de los hijos, sintió un pinchazo de culpa. Prometió, para calmarla, que pronto cambiarían las cosas.

Esa noche, la tormenta arreció. El viento gemía como si lamentara sueños perdidos. Lucía se acurrucó contra Javier, y sus caricias la hicieron olvidar todo, aunque el miedo al viaje del día siguiente seguía allí.

Por la mañana, tras un desayuno abundante, Javier confesó que el hombro aún le dolía. Lucía, conteniendo el temor, tomó el volante. Sus padres los despidieron con sonrisas, pero en los ojos de Carmen había inquietud. Al arrancar el coche, su madre murmuró:

—Que el ángel de la guarda os acompañe…

El trayecto fue una pesadilla: nieve sin limpiar, hielo en la carretera, coches que adelantaban demasiado cerca… Lucía estaba tensa, y Javier callaba, solo indicándole dónde estaba la siguiente gasolinera. Había prometido relevarla, pero ella veía cómo se tensaba de dolor.

Entonces, la tragedia estuvo a punto de ocurrir. Un coche invadió su carril. Lucía giró el volante bruscamente, pero la carretera era un espejo. El coche patinó, y en su mente solo alcanzó a pensar: «Esto es». Los segundos se alargaron. El coche se salió de la vía, se hundió en la nieve y se detuvo contra un árbol.

El motor seguía encendido, y la música sonaba. Lucía y Javier, sujetos por los cinturones, no podían creer que estuvieran vivos. Él rompió el silencio:

—Lucía, ¿estás bien?

Ella asintió, sintiendo cómo le temblaban las manos. Javier, olvidando su dolor, la abrazó. En ese momento, otros conductores se acercaron, les ofrecieron café caliente y ayudaron a sacar el coche de la nieve. El vehículo no tenía más que algunas abolladuras y un espejo roto. Los servicios de emergencia los acompañaron un tramo, asegurándose de que todo estuviera en orden.

—Han tenido suerte —dijo uno de los rescatadores—. La nieve los amortiguó. ¿Pueden seguir solos?

—Sí —respondió Javier con firmeza, tomando el volante nuevamente.

Al llegar a casa, llamaron a sus padres sin mencionar el accidente. Pero Lucía no podía olvidar las palabras de su madre. Estaba segura de que su ángel de la guarda los había protegido.

Dos semanas después, en una consulta médica, Lucía recibió la noticia que lo explicaba todo: esperaba un bebé. Aquella noche en casa de sus padres, una nueva vida había comenzado. El ángel no solo los había salvado a ellos, sino también a su futuro hijo. Las lágrimas rodaron por sus mejillas al compartir la noticia con Javier y sus padres.

La vida es impredecible, pero una cosa es cierta: lo que ha de ser, será. Su ángel de la guarda había estado con ellos en aquel momento crucial, y ahora comenzaba un nuevo capítulo, lleno de esperanza y felicidad.

Rate article
MagistrUm
Un viaje transformador al hogar perdido