Un verano en el sótano

El Verano en el Bajo

Al principio fue el estruendo. Uno tan fuerte que dejó un zumbido en los oídos, como si un camión hubiese chocado contra la pared de la casa en la esquina de la calle Alcalá. Ángela se le escapó el cuenco de carne picada, el vidrio se hizo añicos contra los azulejos y el gato, como un pájaro asustado, se refugió bajo la mesa. Luego vino el silencio. No el habitual, lleno de vida con sonidos de la calle y pisadas de vecinos, sino uno muerto, opaco, como el de los viejos sótanos de la posguerra. Hasta la nevera enmudeció. Hasta el reloj de pared pareció contener la respiración.

Ángela se quedó inmóvil, con los brazos embadurnados de carne, y por un segundo olvidó respirar. Solo cuando el corazón dejó de oprimirle la garganta, entendió: no era un terremoto, ni una explosión, ni un coche. Era Vicente otra vez, el del séptimo piso, que se había caído. Viejo, solo, extraño. Hacía tiempo que notaba que se tambaleaba como un jarrón vacío al borde de un estante.

Sin pensarlo, mordiéndose el labio hasta sangrar, subió las escaleras de dos en dos. El corazón le golpeaba como un tambor. El séptimo piso estaba justo encima del suyo. Vicente llevaba allí desde los noventa. Cuando murió su esposa, se convirtió en una sombra: caminaba lento, apenas hablaba. Solo sonaba un disco antiguo en su piso por las mañanas. Y ese olor, algo medicinal, como ungüento o bálsamo. A veces se sentaba en el balcón con su bata, mirando abajo, como si esperase que alguien subiera los escalones.

Casi nunca se saludaban. Ella, por indiferencia; él, como si ni siquiera la viese. En su portal, nadie necesitaba a nadie. Se reconocían por los pasos, por el chirrido de las puertas, por los olores de la cocina. Pero no por el nombre. No por la voz.

La puerta estaba entreabierta. Lo sabía: Vicente siempre la dejaba así… por si acaso. Entró corriendo, y todo era como temía.

Estaba tirado en el pasillo. Con una camisa de franela azul y unos pantalones de pijama gastados. Junto a él, el bastón, un vaso roto. La cara gris, los labios apretados. Gotas de sudor en la frente.

—¡Vicente! —Ángela se arrodilló a su lado—. ¿Me oye?

Entreabrió los ojos con esfuerzo. Respirar parecía una carga, como si subiese una cuesta.

—Soy yo… Ángela. Del sexto. Voy a llamar a una ambulancia…

—No —resopló—. Solo… ayúdeme a levantarme.

—¿Está loco? ¿Le duele algo? ¿El brazo? ¿La pierna?

—No. Solo… estoy débil. Traiga la silla. La blanca. Del baño.

—De verdad, mejor llamar a un médico…

Él la miró, sorprendentemente afilado:

—No. Basta de humillación. Al menos que los vecinos no me vean tirado como un mendigo.

Trajo la silla. Él se apoyó en ella, en el bastón, levantándose poco a poco, con esfuerzo, pero solo. Al sentarse, exhaló como si expulsase toda la vergüenza.

—Gracias… Tú no tenías por qué…

—Lo sé —respondió ella tras una pausa—. Pero me quedaré. Un rato.

No protestó.

Y se quedó.

Un día. Luego una semana. Y después, todo el verano.

Fregaba el suelo, hacía gachas, sacaba la basura. Él casi no hablaba. A veces miraba por la ventana, como esperando a alguien que ya no estaba. O dormitaba en el sillón, con el bastón entre las rodillas, custodiando el pasado.

Ángela caminaba de puntillas por su casa. Como en un museo. Al volver a la suya, ya no sentía nada propio: como si viviese un piso más arriba. Había cedido su piso sin saberlo ni ella misma.

La habían despedido en primavera. Reestructuración. La contabilidad, eliminada. Buscar trabajo era inútil; el pueblo era pequeño, sin vacantes. Su marido, desaparecido hacía quince años. Primero se emborrachó, luego se esfumó. Su hijo, en el ejército, lejos. Escribía poco. Y, a fin de cuentas, nadie la necesitaba. Se había acostumbrado. A ser callada. A la soledad, como a un mueble viejo: cruje, pero no se tira.

Y de pronto… él.

Vicente. Su casa. Sus discos. Su respiración lenta.

A la semana, empezó a hablar. Primero de música. Luego, de la guerra. De su mujer, Carmen. La conoció en Zaragoza. Ella cantaba en el coro. Él llevaba uniforme.

—Dijo que parecía una polilla con hombreras. Me ofendí. Luego no pude escapar. Juntos todo: hijos, huertos, nóminas. Hasta que el corazón le falló. A ella. Y yo me quedé.

Él hablaba, ella escuchaba. A veces se irritaba, arrebatándole la cuchara:

—¡Así no! ¡Carmen lo hacía de otra manera! —y callaba. Ella se ofendía. Se iba. Pero volvía.

Porque sentía que él esperaba.

Y quizá ella también.

Un día le dijo:

—Se te quiebra la voz cuando te enfadas. Al final, como si te faltase aire. A Carmen le pasaba. Siempre fingía ser fuerte. Pero por dentro, se desmoronaba.

No respondió. Porque era verdad.

En agosto, se apagó. Casi no comía. Bebía agua a sorbos. Se sentaba en el sillón, envuelto en una manta, mirando la esquina de la habitación, como si supiera de dónde vendría alguien importante.

Pidió:

—Trae el álbum. El de detrás de los libros. Busca la página de la rosa.

Lo encontró. Entre las fotos, una postal antigua. Letra femenina, redonda. Descolorida.

*Pepe, no olvides regar los geranios. Y saca las pilas del mando, que se gastan.*

Él escuchaba. No las palabras, sino la voz. No cerró los ojos, sino el alma.

Se durmió. Y no despertó.

Su hijo llegó en septiembre. Ángela lo recibió en la puerta. Camiseta sencilla, rostro cansado pero tranquilo.

—¿Usted estuvo con él? —preguntó.

—Todo el verano —contestó ella.

La abrazó. En silencio. Sin palabras.

—Usted… ¿qué era para él?

Quiso decir “vecina”. O “solo le ayudaba”.

Pero respiró hondo:

—Estuve ahí.

Él asintió.

Y fue suficiente.

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