Un timbre rompe el silencio y anuncia pasos veloces.

El otro día fue el cumpleaños de mi nieto, cumplió diez años, una fecha redonda. Había elegido con antelación un regalo que, pensaba, sería perfecto para la ocasión. Era una gran caja de construcción, algo que llevaba tiempo deseando. El día señalado, me arreglé, me puse mi mejor vestido y fui a su casa. Al llegar a la puerta, toqué el timbre y al instante se escucharon pasos rápidos.

—Pasa a la cocina, mamá —dijo mi hija al abrir. Su voz sonaba cálida, pero con un dejo de cansancio, como si llevara todo el día preparando la fiesta—. ¿Recuerdas cómo se llama el cumpleañero?

Sonreí al cruzar el umbral. Claro que recordaba que mi nieto se llamaba Diego. Pero en vez de responder, solo asentí, sosteniendo el regalo envuelto con papel brillante. En la cocina ya estaba la mesa puesta: platos de colores, servilletas con dibujos de personajes de dibujos y un gran pastel con diez velas esperando su momento. Diego estaba sentado al frente, radiante de felicidad. Sus amigos, otros niños de su edad, hablaban animadamente, interrumpiéndose unos a otros.

—Abuela, ¿eres tú? —exclamó Diego al verme. Se acercó corriendo, me abrazó y luego miró curioso la caja que llevaba—. ¿Es para mí?

—Claro que es para ti, cariño —respondí, entregándoselo—. ¡Ábrelo, no te demores!

Con entusiasmo, el niño rompió el envoltorio y sus ojos brillaron al ver el juego de construcción. Al instante, los demás niños lo rodearon, examinando la caja y sugiriendo ideas sobre qué podían armar. Observé el alboroto y sentí el corazón llenarse de calidez. No hay nada como ver la alegría de un niño, especialmente en un día así.

Mi hija, a quien mentalmente llamaba Lucía, se acercó y me susurró:

—Gracias, mamá. Siempre sabes cómo hacerlo feliz.

Me encogí de hombros, como si fuera lo más normal. Pero lo cierto es que había pensado mucho en el regalo. Diez años no es solo un cumpleaños infantil, es una edad en la que ya se sienten casi mayores. Quería que fuera algo que perdurara en su memoria.

La fiesta continuó. Los niños jugaron, rieron y llegó el momento de soplar las velas. Diego cerró los ojos, pidió un deseo y de un soplido apagó las diez llamas. Los invitados aplaudieron mientras Lucía cortaba el pastel y repartía trozos. Me senté aparte, contemplando el bullicio, y pensé en lo rápido que pasa el tiempo. Parece que ayer mismo Diego era un bebé, y ahora ya tiene sus propios intereses y sueños.

Cuando terminaron el pastel y los niños se dispersaron a jugar, Lucía se sentó a mi lado. Hablamos de cómo cambia la vida, de lo rápido que crecen. Me contó que Diego se había aficionado a la robótica y hasta se había apuntado a un taller. Escuché con alegría, sabiendo que mi regalo había sido acertado.

—¿Sabes, mamá? —dijo Lucía—, llevaba días esperando este día. Y que vinieras es el mejor regalo para él.

Sonreí, pero por dentro pensé que era yo quien debía agradecerles estos momentos. Ser abuela es una dicha especial. Ya no cargas con toda la responsabilidad, pero puedes dar amor, apoyo y, claro, un poco de mimo.

Al caer la tarde, cuando los invitados se fueron, Diego se acercó corriendo con una nave espacial que había construido. La mostró orgulloso, explicando cómo haría toda una galaxia. Lo escuché, admiré su entusiasmo y supe que este cumpleaños quedaría en el recuerdo.

Al marcharme, sentí ligereza y alegría. Diez años son solo el comienzo. Le esperan muchas aventuras, y yo espero estar ahí para verlo crecer. Por ahora, me conformo con haberle dado un poquito de magia en su día especial.

Hoy recordé que los pequeños gestos son los que dejan huella. Y que, a veces, el mejor regalo es simplemente estar presente.

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Un timbre rompe el silencio y anuncia pasos veloces.