Querido diario,
Esta tarde, al terminar mi turno en el centro de Madrid, el último cliente del día me llamó la atención. Toqué el claxon una vez y la luz del taxi parpadeó sin respuesta. Lo intenté de nuevo; nada. Me asaltó la tentación de marcharme, pero, en vez de arrancar, aparqué, bajé del coche y llamé a la puerta.
—Un momento —se oyó una voz frágil y anciana.
Escuché pasos lentos y arrastrados. La puerta se abrió y apareció una mujer diminuta de noventa años, vestida con un traje floral y un pequeño sombrero con velo, como sacada de los años cuarenta. A su lado llevaba una maleta de nylon. Al entrar, su piso parecía detenido en el tiempo: los muebles cubiertos con sábanas, sin relojes, sin vajilla, sólo una caja de fotos antiguas y cristalería en una esquina.
—¿Podría llevar mi bolso al coche? —preguntó cortésmente.
Con el brazo alrededor de su bastón, caminamos despacio hasta el taxi. Me agradeció una y otra vez.
—No es nada —le respondí—. Trato a mis pasajeros como a mi propia madre.
Una vez dentro, me dio la dirección… y después dudó.
—¿Podría llevarme por el centro? —dijo.
—No es el camino más corto —le advertí.
—No me importa. Voy a una residencia —contestó en voz baja.
Le eché un vistazo al espejo retrovisor; sus ojos brillaban con una lágrima contenida.
—Ya no tengo familia. El médico dice que no me queda mucho tiempo —susurró.
Sin decir nada, apagué el taxímetro.
—¿Qué ruta prefiere? —le pregunté.
Durante las siguientes dos horas recorrimos la ciudad sin prisa. Me mostró el edificio donde trabajó como operadora de ascensor, el barrio donde vivió con su esposo recién casados y el viejo salón de baile donde, de niña, giraba al compás de la música. A veces me pedía que frenara, mirando en silencio una esquina o una fachada que guardaba recuerdos. Cuando los primeros rayos del alba empezaron a asomar, dijo:
—Estoy cansada. Vámonos.
Llegamos a una pequeña residencia de ancianos. Dos cuidadores nos esperaban. Le llevé el bolso dentro; ella ya estaba en silla de ruedas.
—¿Cuánto le debo? —buscó su bolso.
—Nada —respondí.
—Tiene que ganarse la vida —replicó.
—Hay otros pasajeros —le contesté.
Sin pensarlo, me incliné y la abracé. Ella se aferró con fuerza.
—Me ha dado a una anciana un momento de alegría —me susurró.
Salí bajo la luz pálida de la mañana. Detrás de mí, una puerta se cerró con el suave sonido de un capítulo que llega a su fin. No volví a coger otro cliente; simplemente conduje, inmerso en mis pensamientos.
Me pregunté qué habría pasado si hubiese sido un conductor impaciente, si sólo hubiera tocado el claxon una vez y se hubiera ido. Esa noche, nada de lo que haya hecho antes me pareció tan importante como este breve encuentro.
A menudo creemos que la vida se compone de grandes acontecimientos. Sin embargo, los momentos verdaderamente grandes aparecen en silencio, disfrazados de pequeñas acciones y envueltos en bondad.
— Bônus —
La historia de esa noche nocturna se propagó entre los taxistas como una leyenda. Un joven conductor, al escucharla, comentó:
— Pero son sólo unas horas de mi vida… ¿para qué perder el tiempo?
A lo que un colega mayor respondió:
— Porque nunca sabemos cuándo y dónde nuestros relojes se convertirán en los últimos recuerdos de alguien.
Todos pensamos que lo esencial es ir deprisa: ganar más rápido, llegar antes, cumplir con la agenda. Pero a veces lo más valioso es detenerse, escuchar, estar presente. Son esos instantes los que forman parte de la historia ajena y, por ende, de la nuestra.
Cuando algún día nos pregunten qué llenó nuestras vidas, lo más probable es que recordemos no el dinero ni los kilómetros recorridos, sino esas “pequeñas grandes” acciones que calentaron el corazón de otros.
El bien no requiere mucho, solo presencia y atención. Y es precisamente eso lo que convierte un día cualquiera en un momento que vale la pena vivir.