Un taxista de Madrid llegó a su último cliente de la noche y tocó la bocina. No hubo respuesta. La volvió a tocar. Sigue sin contestar.

Un taxista de Madrid llegó a su último cliente de la noche y tocó la bocina. La volvió a tocar. Nada. Tentado a marcharse, se detuvo, salió del coche y llamó a la puerta.
— Un momentito — respondió una voz frágil y anciana.

Se oyeron pasos lentos. La puerta se abrió y apareció una mujer diminuta de noventa años, con un vestido floreado y un sombrero con velo, como sacada de los años cuarenta. A su lado llevaba una pequeña maleta de nylon. Dentro, su piso estaba congelado en el tiempo: muebles cubiertos con sábanas, sin relojes, sin vajilla, solo una caja de fotos antiguas y cristalería en una esquina.

— ¿Podría llevarme el bolso al coche? — preguntó cortésmente.

De la mano, caminaron despacio hacia el taxi. Ella le agradecía una y otra vez.
— No es nada — contestó él. — Trato a mis pasajeros como quisiera que traten a mi propia madre.

Una vez dentro, ella dio una dirección… y vaciló.
— ¿Podría llevarme por el centro?
— No es la ruta más corta — replicó él.
— No me importa. Voy a una residencia — respondió ella en un susurro.

Él la miró por el espejo retrovisor. Sus ojos brillaban.
— No me queda familia. El médico dice que no me queda mucho tiempo.

El conductor, sin decir nada, apagó el taxímetro.
— ¿Qué camino prefieres?

Durante las siguientes dos horas recorrieron la ciudad sin prisa. Le mostró el edificio donde trabajó como operadora de ascensor. El barrio donde vivió con su marido de recién casados. El viejo salón de baile donde, de niña, giraba por la pista. A veces le pedía que frenara, contemplando en silencio una esquina o una fachada cargada de recuerdos.

Cuando los primeros rayos del alba asomaron, dijo: — Tengo sueño. Vamos.

Llegaron a una pequeña residencia de ancianos. Dos auxiliares los esperaban. Él cargó su bolso dentro; ella ya estaba en silla de ruedas.
— ¿Cuánto le debo? — preguntó, buscando en su bolso.
— Nada — respondió él.
— Usted tiene que ganarse la vida — protestó ella.
— Hay más pasajeros — replicó él.

Sin pensarlo, se inclinó y la abrazó. Ella se aferró con fuerza.
— Me ha regalado a una anciana un momento de alegría — susurró.

Él se alejó bajo la tenue luz de la mañana. Detrás quedó una puerta que se cerró — el sonido silencioso del último capítulo de una vida. No volvió a coger otro cliente. Sólo condujo, perdido en sus pensamientos.

¿Qué hubiera pasado si le hubiera tocado un conductor impaciente? ¿Y si sólo hubiera pitado una vez y se hubiera ido? Se dio cuenta de que nada de lo que había hecho había sido más importante que esa noche. Creemos que la vida se compone de grandes acontecimientos. Pero los momentos realmente grandiosos aparecen en silencio, disfrazados de pequeñas cosas y envueltos en amabilidad.

Bono
La historia del viaje nocturno con la anciana se volvió una leyenda entre los taxistas. Un joven conductor, al oírla, comentó:
— Pero son solo unas horas de mi vida… ¿para qué perder tanto tiempo?

A lo que su colega mayor respondió:
— Porque nunca sabemos cuándo y dónde nuestros minutos se convertirán en los últimos recuerdos de alguien.

Todos creemos que lo esencial es ir deprisa: ganar más rápido, llegar antes, estar a tiempo. Pero a veces es mejor detenerse. Escuchar. Quedarse al lado. Porque son esos ratitos los que se convierten en parte de la historia de otro, y por tanto, también en la nuestra. Y cuando nos pregunten qué llenó nuestra vida, probablemente recordaremos no el dinero ni los kilómetros, sino esos “pequeños grandes” gestos que calentaron el corazón de alguien.

El bien no exige mucho — solo presencia y atención. Pero es precisamente eso lo que transforma un día cualquiera en un momento que vale la pena vivir.

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MagistrUm
Un taxista de Madrid llegó a su último cliente de la noche y tocó la bocina. No hubo respuesta. La volvió a tocar. Sigue sin contestar.