—Llama a una ambulancia—, resonó una voz en su cabeza, y David miró a su alrededor.
Este suceso me lo contó un conocido.
A menudo pasa que alguien nos habla de un milagro que le ocurrió, y nosotros no le creemos. Escuchamos, asentimos, pero por dentro pensamos que no pudo ser. Lo inventó, se lo imaginó, lo soñó, confundió sus deseos con la realidad. ¿Milagros? ¿Ángeles? ¿Dios? Todo son cuentos de viejas, cosas en las que no se puede creer.
¿Y de dónde van a salir milagros en esta época de locura informática? ¿Y por qué le ocurriría a alguien y no a los demás? Si a mí me pasara algo así, quizá entonces creería.
Así pensaba David, un joven de veintiocho años. Vivía con su madre, Carmen López. Su padre había fallecido cuando él tenía diez años. David no tenía prisa por casarse. Salía con una chica humilde llamada Lucía. Primero quería comprar un piso para llevar a su futura esposa. No era buena idea que dos mujeres compartieran cocina. ¿Alquilar? ¿Para qué correr? Tampoco quería dejar a su madre sola.
Un chico anticuado para los estándares de hoy. Trabajaba en el sector de las tecnologías de la información, o sea, era informático. Un día, en plena jornada laboral, su madre le llamó. Carmen nunca le molestaba sin motivo. Si llamaba, era porque algo grave había pasado. Y David respondió al instante.
—Hijo—, la voz de su madre era débil, quebrada. —Me he roto la pierna. Duele tanto… —sollozó— no me puedo mover.
—¿Dónde estás? —David se alarmó tanto que incluso se levantó de la silla.
—Tirada cerca del supermercado «Mercadona». Ya he llamado a la ambulancia. Te llamaba para avisarte, por si pasaba algo…
—Mamá, voy para allá. —Y David corrió a ayudarla.
Otro teléfono le pilló ya en el coche. Su madre le dijo que la llevaban al hospital provincial. David giró el volante y tomó otra dirección. Cuando llegó al hospital, su madre ya estaba en quirófano. Pasó horas en el pasillo, esperando a que terminara la operación.
—Vuelva mañana, cuando la trasladen de la UCI a la habitación —le dijo el cirujano al salir.
El sol se ponía cuando David salió del hospital. De camino a casa, entró en una tienda para comprar zumo y fruta para su madre. Salió con la bolsa y se fijó en una mujer que pasaba tambaleándose. Le sorprendió que una señora de aspecto respetable y edad avanzada estuviera tan borracha. David llegó a su coche y volvió a mirarla.
Ella se detuvo, extendió la mano como buscando apoyo, pero al no encontrarlo, se balanceó y cayó al suelo. David, sin pensarlo, corrió hacia ella.
Dejó la bolsa en el suelo, se agachó y le habló. La mujer no daba señales de vida. David se inclinó y olfateó, pero no detectó olor a alcohol. ¿Qué hacer? No tenía conocimientos médicos. Nunca había estado gravemente enfermo. Y no había nadie cerca.
—¿Me oye? ¿Se encuentra mal? —preguntó David antes de darle un par de suaves cachetes para reanimarla.
«No servirá. Llama a una ambulancia y sube un poco su cabeza, ponle algo debajo». La voz sonó tan clara en su mente que David miró a su alrededor.
Pero no había nadie cerca. Solo un hombre paseando a un perro con correa, pero demasiado lejos para oírlo. Y la mujer desmayada en el suelo no podía hablar.
David sacó el móvil y llamó al 112, explicando la situación.
«Dile que es un ictus. Que se den prisa».
La voz volvió a sonar. David miró otra vez alrededor. Repitió al teléfono que era un ictus y pidió ayuda urgente. Pensó que solo hablaba consigo mismo, un diálogo interno.
«Ahora hay que subirle la cabeza. Con cuidado».
Pero no tenía nada a mano. Se quitó la camisa, la dobló y la colocó bajo la cabeza de la mujer, esperando a la ambulancia mientras rezaba por dentro para que llegara pronto.
«No te quedes quieto, frótele bien las orejas».
David le frotó las orejas hasta que se pusieron rojas. Quizá por eso, o porque empezaba a recuperarse, cuando la sirena se oyó acercarse, los párpados de la mujer temblaron.
«Gracias a Dios, vuelve en sí».
Dos mujeres salieron de la tienda, se acercaron y empezaron a dar consejos. La gente se reunía alrededor.
Llegó la ambulancia, los médicos se apresuraron alrededor de la mujer, la colocaron en la camilla y la subieron.
—¿Es un ictus? —preguntó David al médico.
—Parece. ¿Es usted médico?
—No. Solo… llamé.
—Hizo lo correcto, incluso le subió la cabeza. Ojalá hayamos llegado a tiempo.
—¿A qué hospital la llevan?
—Al provincial —dijo el médico antes de cerrar la puerta.
La ambulancia se alejó con las luces y la sirena. La gente se dispersó. David se sacudió la camisa y se la puso. Buscó la bolsa de la compra, pero había desaparecido. Alguien se la llevó. «No pasa nada, mañana compro más», pensó y se fue al coche.
En casa, ni siquiera cenó. No paraba de preguntarse qué había pasado. ¿Quién podía hablar en su mente? La gente habla consigo misma, pero nunca de esa manera. Nunca le había dirigido así sus acciones. Si algo así ocurría, David actuaba primero y pensaba después.
Y en esas situaciones, sus pensamientos eran confusos, fugaces, sin formar una idea clara. Tampoco podía diagnosticar de golpe. Había oído hablar del ictus, pero no sabía qué era, ni cómo identificarlo. Si se lo contaba a alguien, no le creerían, dirían que se había vuelto loco por tantas horas delante del ordenador.
David se acostó en la oscuridad, intentando provocar aquella voz extraña. Pero no funcionó. Solo escuchó sus propios pensamientos. Pero aquello había sido diferente. En la calle, la voz fue clara, sin preámbulos. «Vaya, me estoy volviendo loco. Oigo voces». Sonrió. Nadie le respondió.
«Quizá fue por la mujer. ¿Será una espiritista o una bruja?» Conclusión que le pareció la más razonable, y finalmente se durmió.
Al día siguiente, visitó a su madre en el hospital. Ella se alegró y no paraba de preguntarse cómo se había roto la cadera sin motivo.
—Tendrás que cocinar tú. Mejor come en el trabajo o en un bar, que si no vas a vivir de bocadillos. ¿Qué has comido hoy? Ayer no pude hacer la cena. Vaya tontería caerme así…
—No te preocupes. No soy un niño. Tú descansa. Dime qué necesitas, te lo traigo. O le pido a Lucía que cocine. Pasó un rato con ella y se despidió. Bajó al vestíbulo y, sin saber por qué, fue a recepción.
—Ayer trajeron a una mujer mayor con un ictus. ¿Sigue aquí?
La enfermera le envió a información.
Mientras esperaba, David se preguntó qué hacía allí. ¿Para qué quería ver a esa mujer? Ya había hecho lo necesario…
Le dijeron que Antonia Martínez estaba en neurología, tercera planta, habitación siete. No podía recibir visitas.
David ni siquiera pensaba visitarla. No sabía por qué preguntaba.
Por mucho que se esforzó, nunca más volvió a oír voces en su cabeza. Se tranquilizó. En momentos de estrés, uno imagina cosas. Eran sus propios pensamientos,Y años después, cuando David ya estaba casado con Lucía y su madre jugaba en el jardín con sus nietos, aquella voz nunca volvió, pero la certeza de que algo extraordinario había sucedido aquel día seguía latiendo en su corazón como un susurro callado pero imborrable.