Tengo sesenta y un años. Mi marido y yo llevamos juntos más de cuarenta —en la pobreza, en la abundancia, entre lágrimas y risas. Lo hemos vivido todo. Y ahora, al final del camino, solo nos queda un anhelo: disfrutar de los nietos. Escuchar el taconeo de sus pequeños pies, abrazarlos, transmitirles ese calor que mi corazón de madre ansía dar. Pero parece que este sueño nunca se cumplirá…
Nuestro hijo Álvaro tiene treinta y cinco. Es un genio, programador jefe en una multinacional. Gana bien, compró un piso en el centro de Madrid y ahorra para el coche de sus sueños. Nos apoya, económicamente y emocionalmente. Estamos orgullosos. Pero cada vez que toco el tema de formar una familia, lo esquiva como si fuera una mosca molesta.
—Mamá, vivo para mí. No pienso casarme ni tener hijos— me soltó un día, en su cumpleaños, cuando yo, tonta, volví a hablar de nietos.
Contuve las lágrimas a duras penas. Se me nubló la vista, un nudo me atenazó el pecho. Mi marido intentó consolarme: «Aún puede cambiar». Pero yo sé que no. Álvaro se aferra a su libertad y su comodidad.
Y no es solo él. Nuestra hija Lucía, tan cariñosa y hogareña de pequeña, sigue el mismo camino. A los quince soltó: «No me casaré ni tendré hijos». Lo atribuimos a la rebeldía adolescente. ¿Quién hace caso a esas edades?
Ahora tiene veintinueve. Bella, inteligente, triunfadora. Lleva cuatro años con su novio, pero ni rastro de boda. Le pregunté, incluso a él: «¿No es hora de formalizar?». Se rieron.
—Madre, ¿en qué siglo vives? El papel no importa. Somos felices así.
Y cuando mencioné los hijos, se cerró en banda:
—Ahora mismo tengo proyectos, viajes, reuniones. No es momento para pañales y noches en vela.
Intenté explicarle que la juventud no es eterna, que después de los treinta todo cuesta más, pero no quiso escuchar. Dijo que su felicidad no dependía de cumplir expectativas ajenas. Que lo suyo era realizarse profesionalmente.
Y a mí… como un cuchillo en el alma. No soy una extraña. Soy su madre. No pido tanto. Solo quisiera cantarles nanas, hornear magdalenas, contarles los cuentos que les contaba a ellos. Pero ni siquiera me dan la oportunidad. No es que no quieran hijos; rechazan la familia, el matrimonio, todo lo que les enseñamos.
Hace poco, Lucía y yo discutimos. Vino a tomar café, y justo antes, una amiga me llamó emocionada: su hija de veintiséis años ya iba por el segundo bebé. Y la mía… muda, como si yo fuera una desconocida.
No pude contenerme. Le dije que a su edad yo ya tenía dos hijos, que los paseaba en cochecito, que eso era la verdadera dicha. Ella, fría, se reclinó en la silla:
—No me compares contigo. Tú tuviste tu vida; yo, la mía. No voy a ser madre solo para que te sientas útil.
Lloré. Se fue sin despedirse. Y yo me quedé ahí, con el té frío y las manos temblorosas. ¿En qué fallé? ¿Fui demasiado blanda? ¿O tal vez insistí demasiado? ¿Dónde perdí a mis hijos?
Mis amigas cuidan a sus nietos. Yo las visito, envidio su alegría, sonrío por compromiso. Y vuelvo a casa, al silencio. Sin risas, sin juguetes por el suelo, sin manitas que te agarran gritando: «¡Abuela!».
Álvaro encierra en su piso entre ordenadores y cifras. Lucía se refugia tras la pantalla, fingiendo control. Y yo… con el corazón roto y una esperanza que no se apaga. ¿Habrá tiempo aún?
Quizá algún día entiendan. Que el dinero, el éxito, el estatus… son humo. Pero un nieto que te abraza y murmura «te quiero»… eso es eterno. Eso perdura, cuando todo lo demás se esfuma.
Pero el reloj no se detiene. Y temo que mi tren de «abuela» nunca llegue a la estación…