**Diario de un Corazón Roto**
Hacía calor aquel día en la playa de Almería, donde el sol de agosto se mezclaba con la brisa salada y el olor a protector solar. Allí la conocí. Lucía, alta, elegante, con pelo oscuro y una sonrisa que iluminaba todo, me atrapó desde el primer instante. Me acerqué, empezamos a hablar, y ya no nos separamos. Las vacaciones terminaron, pero nuestra historia acababa de comenzar.
Yo vivía en Granada, a pocas horas en tren. Durante cinco años, nos vimos cada fin de semana: entre semana, el trabajo nos absorbía, pero los sábados y domingos eran nuestro refugio. Su casa en la sierra, el huerto de naranjos, el té caliente y los bollos recién horneados de la panadería del pueblo. Ella solía venir más a mi casa, donde todo era más tranquilo. Vivía con su hijo, mientras yo estaba solo, en el piso que heredé de mis padres. Le dije desde el principio que estaba divorciado, pero no era del todo cierto. “Terminaré el papeleo mañana”, prometí. Y lo hice, por ella.
Pasaron cinco años. Su hijo se casó y se mudó. Lucía se quedó sola, y las noches entre semana comenzaron a pesarle. Solo mi finca en las montañas les daba paz: el sonido del viento entre los árboles, el aroma a hierba fresca, el té en la terraza al atardecer.
Esa tarde, todo era normal. El sol se ponía, las rodajas de naranja flotaban en el té, los bollos aún humeaban. Hasta que sonó el teléfono. Contesté. Al principio, ella no le dio importancia, pero la llamada se alargó. Quince minutos. Veinte. Media hora.
Reconoció esa voz. Era mi exmujer.
Las dudas brotaron en su mente como maleza. Vivíamos en la misma ciudad. Teníamos una hija juntos. ¿Y si todo este tiempo no había sido solo por la niña? ¿Y si seguíamos viéndonos? ¿Pasando tiempo juntos?
No pudo guardarlo para sí. Cuando colgué, estalló. Acusaciones, resentimientos, todo lo que llevaba dentro salió de golpe. Yo me quedé callado. Luego, me levanté bruscamente, tirando la silla.
—Vete —dije en voz baja, y me alejé.
Ella, como en trance, recogió sus cosas, pero no fue a la estación. Fue a mi piso. Tenía llave. Preparó la cena, limpió. Yo volví pasada la medianoche. Frío, distante. Ni siquiera la saludé como siempre. Se quedó. Tres días intentó ablandarme, complacerme, arreglarlo. Yo seguí ignorándola. No la eché, pero tampoco estuve allí.
Al final, se marchó. Pero el fin de semana siguiente, regresó.
Abrí la puerta.
—Hola, Javier. Vine a decirte… que hay otro. Es viudo. No sé qué pasará. Pero… sé feliz.
Y se fue.
Me quedé inmóvil. No lo podía creer. Aquella mujer por la que lo dejé todo, ahora me dejaba a mí en la misma soledad que conocía antes de ella.
Así es. A veces, el amor más fuerte se rompe por una duda, una llamada, un resentimiento guardado. Porque el pasado no perdona si lo llevas a cuestas. Siempre vuelve. Siempre reclama lo que es suyo.