Un simple sospecha que destruyó un amor de cinco años

Llegué para decirte que tengo a otro»: cómo una sospecha fortuita destrozó un amor de cinco años

María y Javier se conocieron por casualidad, en una playa donde el calor del sol de agosto se mezclaba con la brisa salada y el aroma del bronceador. Ella, alta y elegante, con el pelo oscuro y abundante y una sonrisa radiante, lo cautivó al instante. Él se acercó, y desde entonces no se separaron. Las vacaciones terminaron, pero su historia apenas comenzaba.

Javier vivía en una ciudad cercana. Durante cinco años, se veían los fines de semana: entre semana eran el trabajo y las obligaciones, pero los sábados y domingos, la casa de campo, las manzanas del huerto, el té caliente y los bollos recién horneados de la panadería del pueblo. Ella solía visitarlo a él, porque allí se sentían más libres, más cómodos. María vivía con su hijo, mientras que Javier estaba solo en un piso que heredó de sus padres. Estaba divorciado, o al menos eso dijo cuando las cosas entre ellos se formalizaron. Ella le creyó, incluso insistió: «El divorcio, mañana mismo». Y así lo hizo. Por ella.

Pasaron cinco años. El hijo de María se casó y se mudó. Ahora, ella se quedaba sola. Las noches se volvían cada vez más largas, sobre todo entre semana. Solo la casa de campo de Javier les brindaba esa paz, ese refugio íntimo entre manzanos, el silencio del jardín y el té en la terraza.

Ese día todo transcurría como siempre. Una tarde cálida, manzanas recién cortadas en la tetera, pan recién hecho y risas suaves. Hasta que sonó el teléfono. Javier contestó. Al principio, María no le dio importancia, pero la conversación se alargó. Quince minutos. Luego veinte. Media hora.

Reconoció esa voz. Era su exmujer.

La mente de María se llenó de preguntas. Vivían en la misma ciudad… Tenían una hija juntos… ¿Y si, todo este tiempo, él seguía viéndose con ella no solo por la niña? ¿Si seguían juntos, aunque fuera en secreto?

No pudo contenerse. Cuando él colgó, explotó. Acusaciones, reproches, todo lo que guardaba salió de golpe. Javier permaneció en silencio. Luego se levantó bruscamente, tirando la silla.

—Vete— dijo en voz baja, y se marchó.

Ella, como en trance, recogió sus cosas y, en lugar de ir a la estación, fue a su piso. Tenía llave. Preparó la cena, ordenó. Él volvió pasada la medianoche. Callado, distante. Ni siquiera la saludó como de costumbre. Ella se quedó. Tres días intentó romper el hielo, complacerlo, arreglar las cosas. Él la ignoró. No la echó, pero tampoco estuvo con ella.

Así que se fue. Pero el fin de semana siguiente, regresó.

Él abrió la puerta.

—Hola, Javier. He venido a decirte… que tengo a otro. Es viudo. No sé aún qué será esto. Pero… sé feliz.

Y se marchó.

Javier se quedó inmóvil. No podía creerlo. La mujer por la que lo había dejado todo ahora se iba, dejándolo en la misma soledad en la que vivía antes de conocerla.

Así es. A veces, incluso el amor más brillante se desmorona por un simple rumor, una llamada, un resentimiento guardado. Porque el pasado no perdona si lo arrastras contigo. Siempre vuelve. Y siempre se cobra su precio.

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