—Yo sé cómo sanar a tu hijo— susurró un niño pequeño. Lo que sucedió después dejó atónito al profesor doctor.
Las paredes de la oncología infantil del hospital regional estaban cubiertas de dibujos coloridos: animales de dibujos animados saltaban por los muros, las nubes en el techo parecían dulces y livianas. La luz del sol jugaba con las cortinas, creando una ilusión de alegría. Pero tras esa fachada vibrante, acechaba un silencio especial, ese que habita en los lugares donde la esperanza es una llama frágil al viento.
La habitación 308 no era la excepción. Ahí reinaba un silencio casi tangible, donde cada respiración se convertía en una plegaria. Junto a la cabecera de la cama estaba el doctor Álvaro Mendoza, un prestigioso oncólogo pediátrico, un hombre cuyos trabajos habían salvado decenas de vidas, cuyos artículos eran citados por colegas, cuyas conferencias inspiraban respeto en congresos internacionales. Pero ahora solo era un padre: demacrado, abrumado por el dolor, con los ojos enrojecidos tras sus gafas.
En la cama yacía su hijo, Mateo. Un niño de ocho años, sin cabello, sin color en el rostro, sin fuerzas. La leucemia mieloide aguda le había arrebatado la infancia y a Álvaro, la fe en la medicina. Quimioterapias, nuevos tratamientos, consultas con clínicas extranjeras… todo se había intentado. Y nada funcionó. Mateo se extinguía, mientras Álvaro se sentía impotente, pese a toda su experiencia y conocimiento.
Observó el monitor: un electrocardiograma débil, el leve movimiento del pecho… y las lágrimas rodaron solas por sus mejillas.
De repente, un golpe en la puerta rompió el silencio. Álvaro se giró, esperando ver a una enfermera. Pero en el umbral había un niño de unos diez años, con zapatillas gastadas y una camiseta demasiado grande. Al cuello, colgaba una identificación de voluntario que decía: «Damián».
—¿En qué puedo ayudarte?— preguntó el doctor, secándose rápidamente el rostro.
—Vine a ver a tu hijo— respondió Damián, con voz suave pero firme.
—No recibe visitas— dijo Álvaro en tono cortante.
—Sé cómo ayudarlo.
Las palabras sonaron directas, sin pretensiones. Álvaro incluso esbozó una sonrisa amarga:
—¿Quieres decir que sabes curar el cáncer?
—No lo sé todo— contestó Damián con calma—, pero entiendo lo que él necesita.
La sonrisa del médico se desvaneció. Se irguió.
—Escúchame, niño. He hecho todo lo posible. Consultas con expertos de Madrid, Suiza, Alemania… ¿Crees que alguien habría pasado por alto una solución sencilla?
—No vine a ofrecer esperanza— dijo Damián—. Vine a traer algo real.
—Vete— repuso Álvaro bruscamente, dándose la vuelta.
Pero Damián no se movió. Lentamente, como si conociera el camino, se acercó a la cama de Mateo.
—¡¿Qué haces?!— exclamó el médico.
—Tiene miedo— contestó el niño sin apartar la mirada del enfermo—. No solo de morir. Teme que tú lo veas así… débil.
Álvaro se quedó inmóvil. Su corazón se encogió. Damián tomó con cuidado la mano de Mateo.
—Yo también estuve enfermo— susurró—. Peor, incluso. Pasé un año sin hablar. Todos creyeron que tenía daño cerebral. Pero en realidad, veía… algo. Algo que no podía explicar.
—¿Qué veías?— preguntó Álvaro, cruzando los brazos con tensión.
Los ojos de Damián brillaron con algo indescifrable.
—No usaba palabras. Lo sentía. Me dijo que volviera. Que aún no había terminado. Que debía ayudarlo a él.
—¿Estás burlándote?— replicó Álvaro—. ¿Crees que mi hijo necesita un cuentista, no un médico?
Damián no respondió. Cerró los ojos, murmuró algo casi inaudible y tocó la frente de Mateo.
El niño se movió por primera vez en días.
Sus dedos temblaron levemente.
—¡Mateo!— exclamó Álvaro, lanzándose hacia él.
Lentamente, con esfuerzo, el pequeño abrió los ojos.
—Papá…— susurró.
Álvaro estuvo a punto de caer de rodillas. Agarró la mano de su hijo.
—¿Me escuchas?
Mateo asintió.
—¿Qué le hiciste?— preguntó Álvaro, mirando a Damián.
—Le recordé por qué sigue importando— respondió él—. Pero creerlo… eso depende de él.
—Eres solo un niño. Un voluntario. ¡No eres médico!— levantó la voz Álvaro.
—Soy más de lo que piensas— contestó Damián con serenidad—. Pregúntale a la enfermera Lucía. Ella lo sabe todo.
Y se fue, dejando tras de sí un silencio extraño, vibrante.
Cuando Álvaro preguntó al personal quién había dejado entrar al niño, una enfermera frunció el ceño:
—Es imposible. Damián se fue hace más de un año. Venció una enfermedad neurológica rara. Ni siquiera intentamos explicarlo… lo llamamos milagro.
Álvaro se quedó petrificado.
Mientras tanto, en la habitación 308, Mateo se sentaba en la cama y pedía zumo.
Al día siguiente, estaba más animado que en meses. Bromeaba con las enfermeras, le pedía a su padre que lo tomara de la mano, como cuando era pequeño y temía a las tormentas. Álvaro no lo entendía. Los análisis seguían igual. Sin nuevos medicamentos ni procedimientos. Solo un niño al que nadie esperaba.
Más tarde, se acercó a Lucía:
—Háblame de Damián— pidió en voz baja.
—¿Por qué?— respondió ella, cautelosa.
—Estuvo con Mateo. Hizo algo. Creí que era solo bondad… pero ahora no estoy seguro.
Lucía dejó la tableta sobre la mesa.
—Llegó a los cuatro años. No hablaba, no caminaba. Sin diagnóstico. Estuvo en coma siete meses. Lo llamábamos “el ángel dormido”.
—¿Qué pasó después?
—Una noche, durante una tormenta, despertó de repente. Se sentó y dijo una palabra: “Vivir”. Y empezó a sanar. Como si su cuerpo recordara cómo estar vivo. Nunca lo entendimos. Pero su madre estaba segura: algo más grande había ocurrido. Decía que en la habitación sintió una presencia… cálida, luminosa, como si alguien viniera de otro mundo. Y a la mañana, Damián despertó.
Lucía hizo una pausa.
—Después de eso, cambió. Se volvió perceptivo. Sentía lo que otros no veían. Pedía estar con niños enfermos. Solo se sentaba a su lado, les tomaba la mano. A veces ocurría algo extraño. No todos sanaban. Pero los que sobrevivían decían lo mismo: él les recordó que no estaban solos.
Álvaro apenas podía respirar.
—¿Dónde está ahora?
—Se fueron a los Pirineos. Su madre quiso empezar de nuevo. Olvidar todo esto.
Esa noche, Álvaro se sentó junto a la cama de su hijo.
—¿Recuerdas al niño?— preguntó.
—Sí— susurró Mateo—. Antes de irse, me dijo algo.
—¿Qué?
—Que tú estarías bien.
Álvaro contuvo el aliento.
—Pero tú eres el enfermo, no yo…
Mateo sonrió débilmente:
—No, papá. Tú eras el enfermo.
Tenía razón.
No solo el cuerpo de Mateo necesitaba sanar. Álvaro, al perder la fe, había olvidado cómo vivir. Y un niño llamado DY mientras el viento acariciaba las montañas lejanas, Álvaro entendió que algunas curaciones no vienen en frascos, sino en forma de voces suaves que atraviesan el silencio.