Un Rescate Inesperado desde las Alturas

Lolita y Micho: Una historia de rescate desde las alturas

Miguelito, ¿qué empanadilla quieres? ¿De carne, de queso o quizá de requesón?
¡Mamá, de queso!
Vale, cariño, ahora mismo la compramos.

La panadera de la tienda cerca de la estación metió la empanadilla en una bolsita transparente. Afuera hacía frío, y la tarde se convertía en noche. Mamá y su hijo caminaban por un parque cubierto de nieve, donde las ramas crujían bajo el peso de la escarcha, y el aire era fresco, silencioso y brillante.

¡Mamááá!
¿Qué pasa ahora?
¡No me gusta! ¡Quiero una de carne!
¡Ay, Miguel! ¡Si te lo pregunté! ¡Qué malcriado estás! la mujer levantó las manos, exasperada.

Con un gesto de rabia, el niño soltó la empanadilla. Cayó en un arco perfecto hasta aterrizar bajo un pino frondoso, sus ramas entrelazadas con hielo. En el susurro del viento, parecía haber un destello de tristeza.

Pero esa empanadilla tenía una historia. Larga, trabajada, real.

Empezó en verano, en los campos de Castilla. Bajo un cielo dorado, en tierra fértil, una pequeña semilla creció en una espiga rebosante. Luego llegó la cosecha, la trilla, el molino, los sacos de harina, el viaje hasta la panadería en la calle del Olmo. Allí, donde estiraban la masa a mano, donde el panadero, con dedos curtidos, generoso, añadía queso y hierbas, doblando capa tras capa.

La empanadilla salió del horno caliente, dorada, fragante. Llena de cariño y dedicación. Pero no fue su destino. Un capricho humano cortó su camino, y ahora yacía en la nieve, helándose, convirtiéndose en una corteza sin vida. ¿Tanto esfuerzo, tanto calor para nada?

Micho era un gato callejero. No vivía en un sótano ni en un piso, sino bajo el cielo y la nieve. Gris, algo esponjoso, con ojos como esmeraldas, era un veterano del barrio ¡cuatro años en la calle! Un superviviente. Vivía cerca del tercer portal, donde las abuelas le dejaban comida cada día.

Micho no podía ser un gato de casa. Lo intentó. Una familia del cuarto piso lo adoptó una vez. Pero rompió jarrones, corría de noche, perseguía sombras. No sabía vivir entre cuatro paredes. Su alma era libre.

Hasta que un día pasó lo peor. Un hombre entró en el patio con un perro enorme. Un animal peludo, con ojos de locura. Y aquel hombre, como si fuera a propósito, lo soltó contra Micho. Carrera por la nieve, entre coches, por aceras heladas. Micho logró escapar. Subió a un árbol y trepó más, más, hasta que el corazón le latía a mil.

Pero bajar no sabía cómo. La rama era delgada, y el miedo lo paralizó. Maulló y maulló, llamando a las abuelas. El primer día, corrían de un lado a otro, con hierba gatera, llamando al 112: “¡Bajen al gato, no puede solo!”

¡Bajará! contestaban al teléfono. Caerá cuando quiera.

Segundo día. Ventisca. La gente desapareció. Micho comía nieve. Masticaba ramitas de hambre. La noche era eterna. La nieve se pegaba a su pelo, helándolo poco a poco. Tercer día ya no maullaba. Solo se quedaba quieto. Silencioso, agotado. El frío le calaba los huesos, sus patas azuladas, el corazón a trompicones. Se estaba perdiendo.

Y al cuarto día, pasó lo inevitable: sus patas cedieron. Micho, como una hoja en otoño, cayó. Girando, rozando copos de nieve, aterrizó en un montón blanco, se hundió, tembló y no pudo levantarse. Abrió la boca, pero no salió ni un maullido. ¿El final?

Entonces el olor. Le golpeó como un rayo de sol en la oscuridad. Comida.

Abrió los ojos. Justo delante, en la nieve estaba ella. La empanadilla. Aún tibia por dentro, helada fuera, pero aromática, deliciosa, auténtica. Mordisqueada por dientes infantiles, pero entera.

Micho se lanzó. Mordió, desgarró, masticó, sin creer su suerte. Comió como nunca. Aquel pan, mantequilla y queso, que había viajado del campo a la basura, era su salvación. Una segunda oportunidad. Un regalo del cielo.

El gato se levantó. Miró alrededor. La ventisca aullaba, pero su cuerpo recuperaba el calor. Se sacudió y trotó hacia el portal. El mismo donde vivían las abuelas.

¡Michooo! ¡Dios mío! ¡Está vivo! gritó la vecina Nines, saliendo a la puerta.
¡Michooo! ¡Llamamos, suplicamos, esperamos! ¡El 112 no vino! ¡Pero cayó solo, nuestro tontorrón!

Las abuelas lo rodearon como si fuera el sol. Una abrió la puerta, otra trajo una manta caliente. Y Micho esta vez entró en silencio. Se acurrucó en un rincón. Se calentaba. Digería su empanadilla.

Mientras, en alguna panadería cálida, en ese mismo instante, metían otra hornada de empanadillas al horno. Y quizá una de ellas, algún día, salvaría otra vida.

El final es solo el principio. Sobre todo si eres un gato. Y sobre todo si encuentras una empanadilla.

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