Un relato del pasado contado por una abuela llena de amor

Esta historia ocurrió hace mucho tiempo. La protagonista, quien me la contó, ya es una abuela que cría a dos encantadoras nietas. Es una persona seria y madura, pero jura que todo lo que sucedió es absolutamente cierto…

La niña corría por el parque oscuro, donde ya brillaba el lago bajo la luna llena. Cerró los ojos y, sin pensarlo, saltó al agua desde la orilla escarpada. El líquido estaba tibio, acogedor, como una canción de cuna. Unas manos fuertes la agarraron, la sacudieron en el aire y la zarandearon: —¿Qué diablos haces, mocosa? ¿Te has vuelto loca? ¿Dónde están tus padres?

Lucía, escupiendo agua, intentó abrir los ojos, pero el pelo mojado se lo impedía. —Por favor, deje de sacudirme —su voz temblaba.

Alguien la sentó en la hierba, le colocó una manta sobre los hombros y apartó con cuidado los mechones de su rostro. Al abrir los ojos, vio a un anciano bajito con barba larga, entretejida de juncos y lirios acuáticos. —¿Quién es usted?

—El Duende del Río de por aquí. ¿Qué miras? ¿No lo crees? Vaya tiempos, hasta los críos dudan de la magia. ¿Qué te pasó para hacer algo tan necio?

La niña rompió a llorar. —Mamá ya no me quiere. Antes sí, pero desde que papá se fue… Solo grita. Hoy me pegó.

El duende le acarició el pelo y suspiró. —A mí tampoco me quieren. El chico del bloque de al lado me insulta y me jala la barba. Hasta la señora de la limpieza me amenaza con la escoba.

El anciano sonrió con melancolía. —Pobrecilla. Te ayudaré como pueda. Toma esta caracola, no hay otra igual. Viene del mar lejano. Cuando te hagan daño, acércatela al oído.

El objeto brillaba con luz dorada en su palma.

—Pero prométeme que se la darás a quien la necesite más. Ahora vete a casa, chiquilla.

El duende la ayudó a levantarse y desapareció como humo. Al llegar, su madre alzó la mano para gritarle, pero Lucía apretó la caracola contra su oreja. Oyó entonces:

—¿Qué estoy haciendo? La adoro, es mi sangre. Soy una tonta… Todo por culpa de ese sinvergüenza.

La niña abrazó a su madre. —Mamá, yo también te quiero. Papá volverá, verás. Solo deja de beber y de gritarme.

Ambas lloraron abrazadas.

Al día siguiente, Lucía salió alegre. Junto al portal, la señora Carmen, la limpiadora, levantó la escoba. La niña sonrió y usó la caracola:

—¿Por qué les grito a los niños? Todo por mi gato Perico… ¿Dónde andará? Ojalá esté vivo.

—Señora Carmen —dijo Lucía—, Perico volverá. Lo vi ayer en la plaza con una gata. No se preocupe.

La anciana sonrió y la bendijo en silencio. De pronto, apareció Javier:

—¿Qué pasa, llorona? ¿Quieres que te suba al columpio?

La caracola susurró: —Es linda. ¿Cómo se lo digo? ¡Le daré un susto para que me note!

Lucía se acercó. —Me llamo Lucía. ¿Y tú? ¿Me ayudas a empujar el columpio? Me gusta volar alto.

El primer día de colegio fue un caos de moños, tortitas y café con leche. En el portal, Miguel la esperaba. Cargó su mochila orgulloso. En el recreo, Lucía vio a un niño llorando junto a la fuente.

—Soy Lucía. ¿Te pasa algo?

El chico quiso huir, pero al mirarla dijo: —No tengo mamá. Papá trabaja lejos. Mis abuelos siempre discuten. Nadie me quiere.

Ella sonrió y sacó la caracola…

A veces, basta escuchar el corazón de alguien y regalarle un poco de fe, esperanza y amor.

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Un relato del pasado contado por una abuela llena de amor