Un Regalo Retrasado: Cómo Estuvo a Punto de Ser Deshonrada

El Regalo Tardío: Cómo Raquel Casi Pierde la Dignidad

Raquel Martínez llevaba todo el día con los nervios de punta —era la boda de su hijo. Todo debía ser perfecto: el banquete en el mejor restaurante de Madrid, fotógrafos, música en vivo, camareros, champán. ¡Su Javierito, su orgullo, se casaba! Pero… ¿con quién? Con una chica de provincias con un pasado dudoso. Vaya ocurrencia —la acogió, la ayudó, y ahora la metía en su casa. Ella lo supo al instante: esa Laura solo quería su piso.

Cuando los recién casados entraron en el salón, todos se levantaron. Raquel y su marido, Gregorio López, avanzaron con solemnidad y entregaron un grueso sobre lleno de billetes. Todo de primera categoría. Tras ellos, los padres de la novia se acercaron para felicitar. Pero… con las manos vacías. Raquel entrecerró los ojos y susurró a su marido:

—Qué se puede esperar de ellos. Pueblo —murmuró con desdén.

Pero entonces, el padre de Laura, Andrés Navarro, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una cajita. La abrió. Raquel vio unas llaves y se quedó paralizada. La voz de Andrés era serena pero firme:

—Queridos hijos. Que vuestro hogar esté siempre lleno de luz y calor. Y para que tengáis un verdadero hogar… aquí tenéis las llaves de un ático en el centro de Barcelona. Vuestro.

Silencio. Luego, el salón estalló en aplausos. Solo Raquel palideció como el mármol. Sentía cómo le temblaban los dedos. ¡Imposible! ¿Estos “paletos”? ¿Un ático en la capital?

Y de pronto, la vergüenza la inundó. Vergüenza por las burlas, por las miradas de desprecio, por ese absurdo contrato prenupcial que casi les obligó a firmar. Vergüenza por no haber querido saber quién era Laura en realidad. Porque, al final, esa “chica de pueblo” resultó ser hija de los dueños de una de las mayores empresas lácteas del país, directora de departamento en una firma prestigiosa, y mil veces más inteligente y decente de lo que Raquel jamás imaginó.

Y todo empezó con una simple sospecha.

—Javi, ella no es para ti —le decía—. Solo quiere nuestro piso. Mira cómo se te pega.

—Mamá, basta. Nos queremos. Ella es buena persona.

Pero Raquel no cedía. Llamaba a su marido, rogándole que interviniera. Él se limitaba a decir: —Déjale, ya es mayor—. Llamó al amigo de la familia, Sergio, que trabajaba con Javier y, casualmente, también con Laura. Él defendió a la pareja:

—Laura es brillante. Una profesional excelente y una gran persona. ¡Alégrate de que tu hijo tenga una novia así!

Pero Raquel no se conformó. Ideó otro plan: el chantaje.

—¿Queréis boda? Pues firmad un contrato prenupcial. El piso es nuestro, y punto. Y no vivís aquí, buscad otro sitio.

Laura aceptó sin inmutarse:

—Como quieras, si así te sientes más tranquila.

Raquel la miró con recelo: —Qué astuta… ¿Tan fácil? Algo oculta—.

La boda la organizó ella misma. Quería que todo fuera impecable. Que todos vieran que su hijo merecía lo mejor. Pero demasiado tarde entendió quién era realmente “lo mejor”. Mientras ella presumía de sus “importantes” contactos, la madre de Laura, una mujer modesta y dulce, solo sonreía.

Pero al oír lo del contrato, no pudo callarse:

—Laurita, cielo… La familia no son papeles, es confianza. Si empezamos así, ¿para qué casarse?

Laura la calmó. Y Raquel, en el fondo, supo que estaba perdiendo.

Y ahora, en plena celebración, se encontraba rodeada de cientos de ojos, sin saber dónde esconderse. Su “humilde” nuera era heredera de una fortuna. Sus padres no eran “paletos”, sino empresarios respetados. Y lo más doloroso: habían regalado más de lo que ella jamás podría permitirse. Las rodillas le flaqueaban. Quería desaparecer.

Desde ese momento, apenas participó en la fiesta. Se quedó sentada, jugueteando con el tenedor. Todo en lo que había creído se derrumbaba. Arrogancia, engaño, soberbia. Solo quedaban vacío y vergüenza.

Pero lo peor era la mirada de Javier. Ya no brillaba con la misma confianza. Él lo había entendido todo.

Raquel también lo entendió. Pero demasiado tarde.

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