Desde su jubilación, Dolores siempre se permitía un pequeño capricho además de pagar facturas y comprar alimentos al por mayor: un paquetito de café en granos.
Los granos ya estaban tostados y, al abrirlo, desprendían un aroma embriagador. Dolores cerraba los ojos y se entregaba solo a su olfato, permitiendo que la fragancia le trajera de nuevo recuerdos de sueños de juventud sobre tierras lejanas, olas oceánicas, la lluvia tropical, susurros en la selva y gritos lejanos de monos trepando por lianas.
Nunca había visto todo eso, pero los relatos de su padre, que constantemente iba de expedición a Sudamérica, los recordaba bien. Cuando él volvía a casa, le encantaba contarle a Lolita sus aventuras en el Amazonas mientras disfrutaba de un café fuerte, y ese aroma siempre le recordaba a él: un aventurero louco, curtido por el sol.
Sabía desde siempre que no era su padre biológico. Recordaba cómo la recogió una mujer al inicio de la guerra cuando, con solo tres años, había perdido a su familia. Esa mujer fue su mamá para toda la vida. Todo transcurrió normal: escuela, estudios, trabajo, matrimonio, el nacimiento de su hijo, hasta llegar a la soledad.
Su hijo se mudó hace veinte años a otro país, convencido por su esposa, y prosperaba en la ciudad de Girona. Había visitado la ciudad natal solo una vez en todo ese tiempo. Se comunicaban mensualmente y le mandaba dinero que Dolores ahorraba. Todo lo ahorrado sería para su hijo, después…
Últimamente, Dolores no dejaba de pensar si había vivido una buena vida, llena de amor, pero ajena. Si no hubiese sido por la guerra, habría tenido otro hogar, otros padres, otra familia, otro destino. Recordaba vagamente a sus padres biológicos, pero una niña, su contemporánea, siempre venía a su mente. Se llamaba María. A veces, aún escuchaba el sonido de su nombre: “¡María, Lola!” ¿Sería su amiga? ¿Su hermana?
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el pitido del móvil: ¡Le había llegado la pensión! Esto le alegró. Podría ir a comprar café; había acabado el último ayer por la mañana. Caminó con cuidado, evitando los charcos otoñales, hasta llegar a la tienda.
Cerca de la entrada había una gatita gris con rayas, observando a los transeúntes y las puertas de cristal con precaución. Sintió compasión: “Pobrecita, debe tener frío y hambre. Te llevaría a casa, pero, ¿quién te cuidará después de mí? Aunque mis días están contados…” Sin embargo, decidió comprarle un paquete de comida barata.
Con cuidado, volcó la comida de gelatina en un recipiente y la gatita la observaba con ojos llenos de afecto. Entonces, una mujer corpulenta salió de la tienda y, con cara de pocos amigos, pateó el recipiente y esparció la comida por el suelo:
– ¡Siempre lo dicen, pero nunca escuchan! – exclamó – ¡No deben alimentarlos aquí! – y se alejó, molesta.
La gatita, mirando alrededor, empezó a recoger la comida mientras Dolores, indignada, sintió el primer indicio de un ataque. Se dirigió rápidamente a la parada de autobús, donde había bancos. Sentada, buscaba frenéticamente sus pastillas en los bolsillos, pero fue en vano.
El dolor se intensificó, como si su cabeza estuviera en un torno. Sintió un leve toque en el hombro. Con esfuerzo abrió los ojos y vio a una joven que la miraba asustada:
– ¿Está usted bien, señora? ¿Cómo puedo ayudarla?
– En la bolsa. – Dolores movió débilmente la mano. – Hay un paquete de café. Sácalo y ábrelo.
Se acercó el paquete a la nariz, inhaló el aroma de los granos tostados. El dolor disminuyó, aunque no desapareció.
– Gracias, niña. – Murmuró Dolores.
– Me llamo Paula, y debe agradecerle al gatito. – Sonrió la chica. – Estaba a su lado maullando fuertemente.
– Gracias, guapa. – Dolores acarició a la gatita que se había sentado a su lado en el banco. Justamente la misma rayada.
– ¿Qué le sucedió? – Preguntó la joven.
– Un ataque, niña, una migraña. – Admitió Dolores. – Me preocupé demasiado, sucede…
– La llevaré a casa, será difícil para usted ir sola…
– … Mi abuelita también sufre de migrañas. – Contó Paula mientras compartían un café con leche y galletas en el apartamento de Dolores. – Es mi bisabuela en realidad, pero la llamo “abuelita”. Vive en el pueblo con mi abuela, mi madre y mi padre. Yo estudio aquí, en la escuela de enfermería. Abuelita también me llama “niña”. Y, ¡qué curioso! Al principio pensé que usted era ella, se parecen tanto. ¿No ha intentado buscar a sus familiares, los verdaderos?
– Paula, niña, ¿cómo los encontraría? Apenas los recuerdo. Ni el apellido, ni de dónde soy. – Contaba Dolores mientras acariciaba a la gata acurrucada en sus piernas. – Lo que recuerdo es el bombardeo cuando íbamos en un carro, luego los tanques… Corrí tanto que se me olvidó todo. ¡Horror, un horror para toda la vida! Me recogió la mujer a la que siempre llamé mamá, y sigue siendo mi mamá. Después de la guerra su esposo llegó, y fue el mejor papá del mundo. Lo único que conservo es mi nombre. Mi familia biológica, probablemente murió ahí, bajo las bombas. Mamá, María…
No se dio cuenta de que Paula se estremeció y la miró con ojos enormes y azules:
– Señora Dolores, ¿tiene un lunar en el hombro derecho, en forma de hoja?
Sorprendida, Dolores casi se atragantó con el café, mientras la gatita la miraba fijamente.
– ¿Cómo sabes eso, niña?
– Mi abuelita tiene uno igual. – Susurró Paula. – Su nombre es María. Aún llora cuando recuerda a su hermanita, su gemela, Lolita. Se perdió durante un bombardeo al evacuar. Los enemigos cortaron el camino y tuvieron que volver a casa, ahí vivieron la ocupación. Pero Lolita desapareció. La buscaron mucho, pero nunca la encontraron…
Desde la mañana siguiente, Dolores se encontraba inquieta. Iba de la ventana a la puerta, esperando visita. La gatita nunca la dejaba sola, mirándola con preocupación.
– No te preocupes, Margot, estoy bien, – tranquilizaba Dolores a su gata. – Solo el corazón que late…
Finalmente, sonó el timbre. Dolores, nerviosa, abrió la puerta. Dos mujeres mayores se miraron, llenas de esperanza. Era como ver un reflejo en el espejo: el mismo azul en los ojos, los rizos grises, las arrugas de tristeza en las comisuras de sus labios.
Finalmente, una de las visitantes suspiró aliviada, sonrió, dio un paso adelante y abrazó a Dolores:
– ¡Hola, Lolita!
Y en el umbral, secándose lágrimas de felicidad, estaban sus seres queridos.