*Mi querido diario,*
Hoy era un día especial: el cumpleaños de Isabel García, mi suegra. Cincuenta y cinco años, una edad para celebrar a lo grande. La fiesta fue en un acogedor restaurante junto al río Tajo, repleto de familiares, amigos y compañeros de trabajo. Todos brindaban por ella, la llenaban de flores y elogios. Su marido, Javier, le regaló un anillo de oro con un zafiro que le arrancó un suspiro de emoción.
El presentador, con una sonrisa de oreja a oreja, anunció:
—¡Y ahora, para felicitar a nuestra cumpleañera, su nuera!
Hacia el micrófono avanzó Sofía, erguida y orgullosa.
—Querida Isabel —comenzó con voz solemne—, en nombre de nuestra familia, tengo un regalo muy especial para usted.
Los invitados cuchicheaban, expectantes. Isabel, radiante de felicidad, se levantó esperando algo entrañable. Pero jamás imaginó la clase de «sorpresa» que le tenía preparada su nuera.
Sofía nunca cayó bien ni a los padres de su marido, Álvaro, ni a su hermana mayor, Carmen. Podría parecer el clásico conflicto con la familia política, pero el verdadero problema siempre fue ella.
Álvaro, desde pequeño, fue dócil y maleable. En el colegio, seguía a la corriente: si los chicos jugaban al fútbol, él iba, aunque prefiriera quedarse leyendo. Si se burlaban de su compañera Lucía, aunque le gustase en secreto, acababa soltando alguna frase cruel, solo por presión.
Así era en todo. Tomar decisiones por sí mismo le costaba un mundo, como si le asustara su propia sombra. Carmen no tenía pelos en la lengua y lo llamaba blandengue. Isabel, aunque regañaba a su hija por ser tan directa, en el fondo coincidía con ella. ¿Cómo podían ser tan distintos siendo de los mismos padres? A Álvaro no lo mimaron: le enseñaron a defenderse, le inculcaron el deporte y la cultura. Pero el carácter, al parecer, es cosa de la naturaleza.
Cuando Álvaro llevó a Sofía a casa, nadie se sorprendió. Una chica dulce y bondadosa no se hubiera fijado en él. Él necesitaba una mano firme que lo guiara, y Sofía cumplió ese rol: autoritaria, arrogante y cortante. Su actitud repelía a muchos, menos a Álvaro, que la adoraba y obedecía como un perro fiel.
La familia optó por no meterse. Álvaro era feliz, y eso bastaba. Cuando se comprometieron, lo aceptaron como algo inevitable.
—Nos vamos a Mallorca —anunció Álvaro una noche en la cena—. Ahorraré y nos iremos.
—¿Y Sofía no puede aportar? —preguntó Isabel, creyendo que los gastos deben compartirse.
—Soy el hombre, es mi responsabilidad —respondió él, repitiendo las palabras de su mujer.
Luego vino la hipoteca de un piso que no podían pagar, los hijos que Sofía decidió tener sin importar el presupuesto…
—Queremos una familia numerosa —decía Álvaro con entusiasmo—. ¡Que la casa esté llena de risas!
—¿Y con qué lo mantendrán? —replicó Carmen, escéptica.
—Yo trabajo —se defendió él—. Sofía dice que también habrá ayudas.
Isabel y Javier se limitaban a suspirar.
Cuando Sofía quedó embarazada, actuó como si el mundo le debiera algo. Protestaba porque el repartidor no subía el paquete a casa.
—¡Estoy embarazada! ¿Es que no lo ven? —se quejaba—. ¡Tuve que bajar yo!
—¿Era pesado? —preguntó Isabel.
—No, pero ¿y mi esfuerzo?
Todo era igual: el transporte público era inaceptable, las compras una tortura. Álvaro la justificaba:
—La protejo, lleva a mi hijo.
Con el nacimiento del niño, las exigencias crecieron. Sofía consideraba que sus suegras debían cuidarlo para que ella «descansara». A Isabel le encantaba estar con su nieto, pero le molestaba que Sofía diera órdenes, como si fuera su derecho.
Un año después, otro embarazo. Álvaro trabajaba sin descanso, pero el dinero no alcanzaba. La familia ayudaba con pañales y comida, pero sin excederse: no querían fomentar su dependencia.
Sofía discutía con todo el mundo: la profesora de la guardería, el pediatra, la vecina… Todos eran culpables de no tratarla como se merecía.
Álvaro no intervenía. Ella manejaba todo: el dinero, las decisiones, incluso sus opiniones.
En el cumpleaños de Isabel, el ambiente era festivo. Javier le regaló, además del anillo, un sofá nuevo. Sofía, nada más llegar, exigió:
—Lo que sobre de comida, nos lo llevamos. No tengo tiempo de cocinar.
Isabel asintió, sin querer estropear el día.
Media velada la dedicó a quejarse de su vida y su falta de dinero. Los invitados miraban al techo.
Cuando hablaron de los regalos, Sofía, ya bebida, estalló:
—¡No les da vergüenza! ¡Presumen de anillos y sofás mientras sus nietos pasan hambre!
El silencio fue sepulcral. Carmen no pudo contenerse:
—¿Te has vuelto loca? Nadie te debe nada. Si no puedes mantenerlos, ¿para qué los tienes?
—¡Cállate! —espetó Sofía.
—¡Y tú deja de meterte en el bolsillo de mis padres!
Isabel contuvo las lágrimas. Javier iba a intervenir, pero ella lo detuvo.
Entonces sucedió lo inesperado. Álvaro, por primera vez, se enfrentó a su mujer:
—Basta, Sofía. No toleraré que insultes a mis padres.
Ella lo miró como si le hubiera pegado.
—¡Me voy! —gritó, cogiendo a los niños—. ¡Quédate con ellos!
Todos esperaban que corriera tras ella. Pero no.
—Estoy harto —dijo Álvaro, calmado—. Se acabó.
Isabel lo miró con orgullo.
Más tarde, Álvaro pidió el divorcio. Sofía amenazó con quitarle a los niños, pero él aceptó, desarmándola.
Ahora ve a sus hijos, les compra ropa, paga la pensión. Sofía sigue quejándose de lo «difícil» que es su vida. Pero todos saben la verdad: Álvaro tomó la mejor decisión. Una familia sin respeto no es familia.
Y, al fin, todos respiramos aliviados.