Un regalo de aniversario que transformó mi vida

**El regalo de aniversario que cambió mi vida**

Lucía se miró en el espejo, deteniéndose en cada detalle de su reflejo. Hoy estaba especialmente radiante: el peinado impecable, el maquillaje perfecto, las joyas discretas pero elegantes. No podía ser de otra manera—hoy celebraba su aniversario de boda con Andrés.

La fiesta transcurría animada. Los invitados se acercaban a felicitar a la pareja, entregando regalos entre risas y música. Lucía sonreía, pero algo en su interior la inquietaba—una sensación de que algo importante estaba por suceder.

Llegó el momento de intercambiar obsequios. Ella tomó el micrófono.

—Bien, cariño, ahora es nuestro turno. Espero que te guste mi regalo —dijo, clavando la mirada en su marido.

Las puertas del salón se abrieron, y varios hombres entraron cargando una caja enorme cubierta con una tela brillante. Andrés se levantó, expectante, pero al caer el lienzo, su rostro se paralizó por el shock.

Horas antes, Lucía estaba sentada en el dormitorio, revisando el teléfono de su esposo. Cada mensaje le destrozaba el corazón. «Te echo de menos locamente… Cuento las horas para volver a verte»—le escribía su amante.

Pero lo que más le dolió no fue la infidelidad en sí, sino descubrir que esa mujer—la «Merche» de sus mensajes—era mayor que Andrés, con quince años más, sin ningún rasgo que la hiciera destacar. Y aún así, él la elegía a ella.

Al oír sus pasos, Lucía borró las pruebas y dejó el móvil en su sitio. Andrés entró tarareando, eufórico por la prima que le habían dado en el trabajo. Ya imaginaba llevarse a «su Merche» a la costa.

Al notar el semblante serio de su esposa, frunció el ceño:

—¿Pasa algo? No pareces tú.

—No, nada —respondió Lucía con calma—. Solo pienso en la celebración de hoy. Por cierto, necesito dinero para cubrir los gastos.

—Claro, no hay problema —sonrió él.

No entendía su propia tranquilidad. Antes, cada engaño la sumía en rabia y amenazas de divorcio. Ahora callaba. Algo dentro de ella había cambiado.

Andrés salió al balcón a enviar otro mensaje de amor. Mientras, Lucía recordaba cuántas veces había perdonado sus infidelidades. Su suegra siempre lo justificaba:

—Los hombres son como gatos: si en casa están cómodos, siempre vuelven. No montes escándalos, Lucita. Si lo pierdes, será culpa tuya.

El suegro añadía:

—¡No te quejes! Andrés es un buen partido—trabaja y trae el pan a casa. ¿Qué más quieres?

Pero Lucía sabía que ese «buen partido» engañaba a la menor oportunidad. Y que su suegro hacía lo mismo, solo que con más disimulo.

Ella había crecido en una familia donde la infidelidad era una traición. Pero en la de Andrés, era normal: «Aguanta, todo pasará».

Sus amigas le aconsejaban irse. ¿Pero adónde? Con tres niños y sin ingresos fijos. Volver con sus padres era imposible—su hermano ya vivía allí. Y, pese a todo, aún amaba a Andrés. Por los años de instituto, por sus primeros amores, por sus hijos.

¿Tal vez su suegra tenía razón? ¿Tal vez Andrés «se cansaría»?

Pero otro mensaje cariñoso en su móvil terminó por destrozarla. Entendió que era hora de acabar con esa agonía.

Llamó a una agencia de eventos. El dueño, un hombre llamado Gonzalo, la escuchó en silencio mientras luchaba por contener las lágrimas.

—Debes vivir para ti y tus hijos —le dijo—. ¿Por qué soportar a alguien que no te valora?

Y fue entonces cuando Lucía ideó su plan.

El aniversario lo celebraron en una finca grande, llena de invitados: familia, amigos, compañeros de trabajo. Incluso Merche asistió, luciendo una sonrisa chabacana.

Lucía observaba todo desde un rincón, impecable con su vestido negro, tacones y joyas exquisitas.

Cuando llegó el momento de los regalos, tomó el micrófono:

—Querido Andrés: Hace diez años te elegí como esposo. Hoy te agradezco por enseñarme cómo NO debe ser un matrimonio.

Descubrieron un pastel gigante. Al retirar la tela, tres chicas semidesnudas—rubia, morena y pelirroja—surgieron de él.

Andrés palideció. Merche casi se desmaya.

Lucía se acercó a él:

—Disfruta, cariño. Siempre quisiste más «variedad», ¿no?

Entre murmullos, tomó a sus hijos y salió. Gonzalo la esperaba fuera.

El divorcio fue sucio. Andrés la acusó de todo, pero el juez no dudó.

Lucía alquiló un piso, encontró trabajo. Gonzalo la ayudó a rehacer su vida, convirtiéndose en su apoyo, su esposo y un padre para sus hijos.

Ahora, años después, no se arrepiente.

La vida empieza cuando termina la paciencia. Nadie tiene derecho a pisotear tu dignidad.

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Un regalo de aniversario que transformó mi vida