**El regalo de aniversario que cambió mi vida**
Isabel miraba su reflejo en el espejo con detenimiento. Hoy estaba especialmente hermosa: el cabello perfectamente peinado, el maquillaje impecable y unas joyas delicadas que resaltaban su elegancia. No podía ser de otra manera—hoy celebraba su aniversario de boda con Javier.
La fiesta estaba en su apogeo. Los invitados se acercaban uno tras otro para felicitar a la pareja, entregar regalos y brindar. Las risas y la música llenaban el ambiente. Isabel sonreía, pero en el fondo, sentía que algo importante estaba por ocurrir.
Cuando llegó el momento de intercambiar los regalos, Isabel tomó el micrófono:
—Bueno, cariño, ¡es nuestro turno! Espero que te guste mi sorpresa—dijo, mirándolo fijamente.
Las puertas del salón se abrieron y varios hombres entraron cargando una enorme caja cubierta con un paño brillante. Javier se levantó intrigado, pero cuando el paño cayó al suelo, su rostro se quedó petrificado.
Horas antes de la celebración, Isabel estaba sentada en el dormitorio revisando los mensajes del teléfono de su marido. Cada palabra le atravesaba el corazón como un cuchillo. *”Te echo de menos locamente… Cuento las horas para volver a verte”*, le escribía su amante.
Pero lo que más la golpeó no fue la infidelidad en sí. La mujer con la que Javier la engañaba era quince años mayor que él, de complexión gruesa y lejos de lo que se consideraría hermosa. Y aún así, él la prefería a ella.
Al escuchar sus pasos, Isabel borró rápidamente los mensajes y dejó el teléfono en su lugar. Javier entró en la habitación silbando una canción. Estaba de buen humor—habían dado un bono en el trabajo y ya imaginaba llevarse a *”su María”* de vacaciones. Al ver el semblante serio de su esposa, se detuvo:
—¿Algo pasa? Pareces distinta.
—Todo está bien—respondió ella con calma—. Solo pienso en nuestra celebración. Por cierto, necesito dinero para organizar la fiesta.
—Claro, no hay problema—sonrió él.
Ni siquiera ella misma entendía por qué reaccionaba con tanta tranquilidad. Antes, cada engaño desataba gritos y amenazas de divorcio. Ahora guardaba silencio. Algo dentro de ella había cambiado.
Javier salió al balcón para enviar otro mensaje de amor. Mientras tanto, Isabel recordaba cuántas veces había perdonado sus infidelidades. Su suegra siempre justificaba a su hijo:
—Los hombres son como gatos: si tienen calor y comida en casa, siempre vuelven. No armes escándalos, Isabelita. Si lo pierdes, será culpa tuya.
Su suegro asentía:
—¡No te quejes! Javier es un hombre de oro. Trabaja y trae dinero a casa. ¿Qué más quieres?
Pero Isabel sabía bien que ese *”hombre de oro”* le era infiel cada vez que podía. Y que su suegro llevaba años haciendo lo mismo, aunque con más discreción.
Ella había crecido en una familia donde la infidelidad era una traición imperdonable, donde sus padres le habían enseñado a valorarse. Pero en la familia de Javier, aguantar era la norma.
Sus amigas le aconsejaban irse antes de que fuera tarde. ¿Pero adónde? Con tres hijos y sin ingresos estables. Volver con sus padres no era una opción—su hermano ya vivía allí con su familia. Además, a pesar de todo, aún amaba a Javier. Lo amaba por los años de instituto juntos, por sus primeras declaraciones, por sus hijos.
Quizás su suegra tenía razón. Quizás Javier *”se cansaría”* y cambiaría.
Pero aquel mensaje lleno de ternura para otra mujer le destrozó el corazón de nuevo. Comprendió que era hora de terminar con esa agonía.
Isabel llamó a una agencia de organización de eventos. El dueño, un hombre llamado Luis, llegó a reunirse con ella. Cuando, conteniendo las lágrimas, le confesó su situación, él la escuchó con atención.
—Debes vivir para ti y para tus hijos—le dijo en voz baja—. ¿Por qué aguantar a alguien que no te valora?
Fue entonces cuando Isabel ideó un plan. Un plan que pondría fin a su matrimonio.
El aniversario lo celebró en una gran casa rural. Había muchos invitados: familiares, amigos, compañeros de trabajo. Incluso María, la amante de Javier, acudió sonriendo con falsa modestia.
Isabel observaba desde un rincón. Vestía un elegante vestido negro, tacones altos y joyas de valor.
Al llegar el turno de los regalos, tomó el micrófono:
—Querido Javier: hace diez años te elegí como mi marido. En este tiempo aprendí que los hombres perfectos solo existen en los cuentos. Pero hoy quiero agradecerte por una lección importante: cómo *no* debe ser una familia.
Trajeron un enorme pastel y todos contuvieron la respiración.
Al quitar la cubierta, del pastel salieron tres bailarinas en ropa interior: una rubia, una morena y una pelirroja.
Javier abrió la boca, incapaz de creer lo que veía. Su amante María palideció.
Isabel se acercó a él y susurró:
—Disfruta, cariño. Siempre quisiste más *”variedad”*, ¿no?
Entre murmullos y silbidos, tomó a sus hijos de la mano y salió del salón. Luis la esperaba a la salida.
El divorcio fue sucio y difícil. Javier la acusó de infidelidad y traición. Pero el juez no tuvo dudas.
Isabel alquiló un piso y consiguió trabajo. Luis la ayudó a salir adelante. No solo fue su apoyo, sino un marido amoroso y un verdadero padre para sus hijos.
Ahora, años después, Isabel no se arrepiente de su decisión.
La vida comienza donde termina la paciencia. Nadie tiene derecho a pisar tu dignidad.