Isabel Gómez celebraba su cincuenta y cinco cumpleaños con una fiesta por todo lo alto en un acogedor restaurante junto al río Tajo. La sala estaba llena de familiares, amigos y compañeros de trabajo, todos brindando con cava, lanzando piropos y llenando a la homenajeada de ramos de flores. Su marido, Rafael, le había regalado un espectacular anillo de oro con un zafiro que le arrancó un suspiro de emoción. El presentador del evento, con una sonrisa de oreja a oreja, anunció:
—¡Y ahora la nuera de nuestra cumpleañera quiere dedicarle unas palabras!
Hacia el micrófono avanzó Beatriz, altiva como una pavona.
—Querida Isabel —comenzó con voz grandilocuente—, en nombre de nuestra familia, ¡he preparado una sorpresa muy especial para ti!
Los invitados cuchichearon intrigados. Isabel, radiante de felicidad, se levantó esperando algo emotivo. Pero nada la prepararía para el “detalle” que su nuera tenía entre manos.
Beatriz nunca había caído bien ni a los suegros ni a Marina, la hermana mayor de su marido, Adrián. Podría parecer el típico drama familiar, pero el verdadero problema siempre fue ella.
Adrián era un hombre sin carácter, de esos que siguen la corriente como una veleta. En el colegio, si los demás jugaban al fútbol, él iba, aunque preferiría estar leyendo. Si le provocaban a insultar a Lucía, su crush secreta, tartamudeaba algún improperio, rojo de vergüenza.
Así era en todo. Tímido hasta para elegir qué tapas pedir. Su hermana lo llamaba “blandengue” sin tapujos. Su madre, aunque regañaba a Marina por ser tan directa, en el fondo pensaba lo mismo. ¿Cómo dos hijos de los mismos padres podían ser tan distintos? A Adrián no lo habían malcriado: le enseñaron a defenderse, le inculcaron el amor al deporte y la cultura… Pero la naturaleza, ay, es caprichosa.
Cuando Adrián presentó a Beatriz, nadie se sorprendió. Una mujer dulce y sensata jamás se fijaría en él. Necesitaba alguien que lo llevara “del bozal”, y vaya si lo encontró: mandona, chulapona y con más arranque que una feria de Sevilla. Los demás esquivaban su mala leche, pero Adrián la miraba como un perrito faldero.
Los padres optaron por no meterse. Si él parecía feliz siendo el felpudo de su esposa, allá leñe. Cuando anunciaron su boda, todos asintieron con resignación. Total, ellos no tenían que aguantar sus desplantes.
—Nos vamos a Mallorca —dijo Adrián en una cena familiar—. Estoy ahorrando.
—¿Y Beatriz no pondrá nada? —preguntó Isabel, educadamente.
—Los hombres pagan —respondió él, como si leyera un guion.
Luego vino la hipoteca imposible, los gritos de “¡quierDespués de todo el escándalo en el restaurante, Adrián no solo se negó a correr detrás de Beatriz, sino que pidió otra copa de vino y brindó por su nueva vida sin tiranías.