Un reencuentro inesperado que nos lleva al cine

—Hola. Al final nunca fuimos al cine aquel día —dijo él lo primero que se le ocurrió, olvidando las frases preparadas de antemano.

Pablo y Margarita estaban sentados en el malecón, soñando con entrar en la universidad, graduarse y comprarse un piso…

—Me compraré un coche importado, el mejor. Y todo nos saldrá bien —afirmó Pablo, lanzando una piedra al agua.

—Iremos de vacaciones al mar o al extranjero —añadió Margarita con alegría, observando cómo se esfumaban las ondas en el agua—. Pero primero hay que entrar en la universidad. ¡Qué pereza estudiar! —murmuró con tristeza.

—Lo conseguiremos. —Pablo la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.

Les parecía que nadie antes había amado como ellos, que nada podría separarlos jamás.

—Vamos a casa, mi madre debe estar preocupada. Y hace frío. —Margarita se levantó del banco y dio un grito ahogado al notar el dolor. Los zapatos nuevos le habían rozado los pies. Se los quitó y caminó descalza por las losas frías del malecón.

—¿Vamos mañana al cine? Ponen una película buena… —propuso Pablo.
Caminaron charlando sin preocupaciones, de nada y de todo.

—Hasta mañana —dijo Margarita frente a su portal, se alzó de puntillas, le dio un beso en la mejilla y entró corriendo.

—¿Así que compro las entradas? —gritó él.
Ella no respondió, solo sonrió antes de desaparecer tras la puerta.

La ciudad aún dormía, pero la corta noche de junio terminaba, el alba apagaba las estrellas. Comenzaba el primer día de su vida adulta.

Pablo entró en casa en silencio para no despertar a su madre. Se desvistió y cayó rendido, durmiendo con la paz de quien confía en el mañana. Por la tarde ya estaba bajo la ventana de Margarita. Ella asomó y poco después salió corriendo.

—Tengo las entradas —dijo Pablo, mostrándolas.

—Lo siento, no puedo. Ha venido mi tía. Se ha casado y se va a vivir a Alemania. Nos deja su piso en Madrid. Mañana viajamos con ella para que nos lo enseñe… Me voy a Madrid.

—¿Y cuándo vuelves? —preguntó él, sin entender del todo.

—No lo sé. Estudiaré allí.

—¿Y yo? ¿Y nosotros? Soñamos con hacerlo juntos… —Pablo no daba crédito.

—Es una oportunidad única. No me voy a la Luna, podrás visitarme. ¡O mejor, entra en una universidad madrileña! —Sus ojos brillaron—. ¿Qué dices? ¿Te vienes?

—¿Y dónde viviría? ¿Qué dirían tus padres? No tengo una tía con pisos, ni dinero. ¿Y mi madre? Está sola…

—Algo se nos ocurrirá… —dijo ella, despreocupada.

—¿Cuándo te vas? —musitó él.

—Mañana por la mañana. Tengo que hacer la maleta. Todo ha sido tan repentino… Si me quisieras, encontrarías la manera.

—Y si tú me quisieras… —No terminó la frase. Dio media vuelta y se alejó.

Margarita le gritó, pero él no miró atrás. Solo cuando estuvo lejos, aminoró el paso. El dolor le corroía el alma. «Se irá, hará nuevos amigos, me olvidará… ¿Quién soy yo? Un chico de pueblo…», pensó, atormentándose.

—Bueno, vete. Yo saldré adelante. Lo lograré todo… Te arrepentirás… —murmuraba mientras caminaba.

En casa, se tiró en la cama y permaneció así dos días. Su madre pensó que estaba enfermo.

—Prepárate para los exámenes, Pablo. Si no entras en la universidad, te llamarán al servicio militar. Entonces Margarita jamás volverá.

Sus palabras le devolvieron a la realidad. Se obligó a estudiar, aunque solo veía a Margarita. En los descansos, entrenaba en el parque hasta el agotamiento. Decidió cumplir sus sueños de entonces. Iría a Madrid y… Pero primero debía entrar en la universidad.

Y lo logró. Cada día esperaba cartas de Margarita. Él no tenía su dirección. Le remordía no haberla despedido, no haber preguntado… ¿Cómo encontrarla en una ciudad tan grande?

Durante la carrera, vivió esperando su regreso. Al terminar, aceptó un trabajo en una fábrica nueva cerca de Madrid. Quizá así la encontraría.

Su madre lo apoyó. Le dieron un piso. Un año después, se casó con Lucía, una morena risueña de contabilidad. Tuvieron una hija: Margarita.

—No me gusta ese nombre. Suena anticuado —protestó Lucía.

—Es clásico, nunca pasa de moda. Marga. ¿A que suena bien? —insistió él.

Diez años después, Pablo era subdirector. Tenía una casa lujosa, un coche caro. Su madre vendió su piso para ayudarles y se mudó con ellos.

Viajaba por negocios, aprendió inglés. Dejó atrás al chico de pueblo. Visitó China, Italia, Alemania…

Una noche soñó con Margarita. Estaba en el malecón, igual que aquel día. «Al final nunca fuimos al cine», dijo ella con tristeza.

Tras años sin pensar en ella, aquel sueño lo perturbó. Buscó su nombre en redes sociales. No la encontró hasta que añadió su ciudad natal.

La vio en fotos frente a una casa con piscina, jugando con un rottweiler, cogida de la mano de un niño… Su perfil decía: «Vive en Alemania, casada, con un hijo…».

Escribió un mensaje corto: «Me alegra que te vaya bien». No hubo respuesta. Su última conexión era de hacía dos años.

Una idea lo sacudió: tal vez creó ese perfil para que él la encontrara. Quizá lo buscaba. Eso lo alegró.

Pidió ayuda a un amigo de la policía para localizar a sus padres.

—¿En Madrid? ¿Estás loco? —respondió el amigo.

Días después, le dio una dirección.

Lucía notó su comportamiento extraño. Revisó su ordenador y encontró el perfil de Margarita. Al llegar, lo confrontó:

—¿Desde cuándo me engañas?

—¿Qué dices? ¡Es una antigua compañera! —se defendió él, sintiéndose culpable.

—Tu madre dijo que en el instituto estuviste enamorado. ¿Sigues obsesionado? ¿Por eso le pusiste Margarita a nuestra hija? Todo lo has hecho por ella: la casa, el coche, el puesto… Querías que viera lo exitoso que eres, que se arrepintiera… —Su voz temblaba.

Pablo se avergonzó. Lucía tenía razón.

—El pasado no te soltará hasta que lo enfrentes. Ojalá os vierais —dijo ella, conteniendo las lágrimas.

Él la calmó. Prometió que antes lo hacía por Margarita, pero ahora vivía por ellas.

Aun así, fue a Madrid. La madre de Margarita no lo reconoció.

—¿Quién es? —preguntó una voz familiar.

Margarita apareció, pálida y delgada.

—¿Pablo? —dijo, sorprendida.

—Hola. Al final nunca fuimos al cine aquel día.

Ella fingió no recordar, pero él supo que mentía.

Bebieron té en la cocina. Ella confesó que se había divorciado. Su exmarido se quedó con su hijo. Volvió a España sin nada.

Pablo vio su rostro cansado, el piso humilde.

—¿Recuerdas cuando soñábamos con viajar? Yo lo logré. Trabajo interesante, familia, coche… Pero lo daría todo por volver a aquel día.

—¿Qué harías? —preguntY, mientras el tren lo alejaba de Madrid, Pablo sintió que por fin podía dejar ir aquel amor de juventud y abrazar por completo la vida que había construido con Lucía y Marga.

Rate article
MagistrUm
Un reencuentro inesperado que nos lleva al cine