Un Puñado de Grosellas Negras
Elena no se había preparado mucho para Nochevieja. Su hija le había dicho que se iría con amigos a una casa rural. ¿Y a ella qué más le hacía falta? Haría unos pasteles, prepararía una ensaladilla rusa, vería un poco la tele y se iría a la cama. Luego, tarde o temprano, su hija volvería.
Cuando estaba vivo Adrián, solían reunirse con mucha gente. Comían, bebían, veían el programa especial de fin de año y luego salían a la calle con petardos y bengalas. Bailaban alrededor del belén de la plaza, cantaban villancicos, y si había suficientes personas, incluso organizaban concursos sencillos. Hasta los más jóvenes se contagiaban de su alegría.
Elena se secó una lágrima. Casi tres años habían pasado desde que Adrián murió, y aún no se acostumbraba. Quizá nunca lo haría.
Tomó de la estantería la foto de su marido enmarcada. Tenía los ojos entrecerrados y una sonrisa tímida en los labios. Siempre le había encantado esa foto, tanto que la usó para la lápida. Cada vez que visitaba el cementerio, miraba con atención el rostro en la imagen. Le parecía que Adrián la recibía con diferentes expresiones: a veces sonriente, contento de verla; otras, serio, como reprochándole sus largas ausencias.
Sabía que era imposible, pero siempre se preguntaba qué cara pondría al llegar.
—Maldita sea, Adrián, qué sola estoy sin ti. Ojalá tuviera nietos, al menos tendría algo en qué ocuparme. Pero Julia no tiene prisa por casarse. Desde que su novio se casó con su mejor amiga, teme nuevas relaciones. Aunque últimamente parece más alegre… Quizá haya alguien, pero no dice nada. Yo no le pregunto.
Oyó el portazo en el recibidor y dejó rápidamente la foto en su sitio.
—Mamá, ¿estás? —la voz de Julia resonó desde la entrada.
—¿Dónde voy a estar? ¿Qué haces aquí tan temprano? —Elena salió a su encuentro.
—Salí antes del trabajo. No cenaré. Voy a prepararme y me iré. Vicky y su marido pasarán a recogerme.
—¿Tan pronto? ¿No ibais a ir el día treinta y uno? —preguntó Elena, alarmada.
—Sí, pero Vicky y yo decidimos ir antes para encender la chimenea, prepararlo todo, cortar el árbol y decorarlo… —Julia hablaba emocionada mientras metía cosas en una bolsa—. Vale, el cargador no… ¡Ay, los zapatos! Y la plancha… —Sacó la plancha del baño y la guardó.
—Bueno, creo que es todo. Perdona, mamá, por dejarte sola en estas fechas. Podrías visitar a alguien.
—No tengo ganas de fiestas. ¿Cuándo vuelves?
—El tres o el cuatro, según cómo vaya. —Los ojos de Julia brillaban.
Hacía tiempo que no la veía así. *«Seguro que hay alguien nuevo en su grupo. Ojalá.»*
Un claxon sonó en la calle.
—Bueno, me voy, mamá. —Julia le dio un beso en la mejilla, se puso el abrigo y salió corriendo.
Elena miró alrededor, asegurándose de que su hija no hubiera olvidado bufanda o gorro. No, lo tenía todo. Volvió a la habitación vacía y miró de nuevo la foto.
—Ya se fue. Ay, Adrián, qué pronto te fuiste… —susurró.
Adrián la miraba, entrecerrando los ojos, sonriente.
Para distraerse, abrió el cajón del armario. Había papeles revueltos. Era hora de ordenarlos.
Mientras revisaba los documentos, tiraba los inútiles y guardaba los importantes. De pronto, encontró un papel con una dirección escrita a mano torpe. Era la dirección de Iván, el amigo de Adrián. Los recuerdos volvieron de golpe…
Conoció a Iván en el cumpleaños de unos amigos. Salieron al cine un par de veces, hasta que un día él llegó con un amigo. Al ver a Adrián, el corazón de Elena latió con fuerza. Ambos sintieron algo al instante.
Iván notó que Elena prefería a Adrián y se apartó sin resentimiento. Era un buen hombre. Ella nunca lamentó su elección.
Tiempo después, Iván también se casó, pero su matrimonio fracasó. Se mudó a un pueblo a trescientos kilómetros, donde heredó una casa. Ella, Adrián y Julia lo visitaron un par de veces.
Iván envidaba su felicidad sin disimulo. Bromeaba diciendo que, si Adrián la trataba mal, ella podía ir con él. Adrián no se molestaba, solo reía. Claro que tuvieron sus problemas, pero nunca pensaron en divorciarse.
*«Iván vino al funeral. No recuerdo haberlo llamado. ¿Quizá Julia? Estaba tan perdida en el dolor… Me insistió en ir con él para distraerme, pero no pude. Pasé más tiempo en el cementerio. Nunca fui.»*
Cerró el cajón y se sentó con la dirección en la mano.
—Adrián, ¿y si voy a verlo? ¿No te molesta? —Elena creyó ver aprobación en la sonrisa de la foto.
Llamó a la estación para preguntar por los horarios de autobuses y preparó masa para pasteles. No podía llegar con las manos vacías. ¿Quién le haría pasteles a Iván? Trabajó hasta tarde y cayó rendida.
A las nueve de la mañana ya estaba en el autobús, imaginando la alegría de Iván y las charlas sobre el pasado. Se quedó dormida.
El ruido la despertó. Casi no quedaban pasajeros. Miró por la ventana: el autobús se acercaba a un pueblo nevado.
Se abrigó, tomó su bolsa y bajó en la última parada. La belleza del lugar la dejó sin aliento. El silencio era casi ensordecedor.
Encontró la casa de Iván, pero la verja estaba cerrada. Intentó abrirla metiendo la mano entre las tablas.
—¡Señora! ¿Qué hace? ¿Pretende colarse? —una voz áspera la sobresaltó.
Elena se volvió, sintiéndose culpable.
—¿No le da vergüenza? Con esa pinta… —gruñó una anciana delgada, con botas y un abrigo largo.
—Vine de visita. A ver a Iván… Ivánovich.
—Pues no está. Lleva nueve días sin aparecer.
—¿Nueve días? ¿Cómo? —Elena palideció.
—Sí. Así que váyase. —La mujer se alejó refunfuñando.
Elena miró la casa. El camino a la puerta estaba cubierto de nieve, sin huellas.
Regresó a la parada, tragando lágrimas. Por suerte, el autobús aún estaba allí. Media hora después, volvía a casa, culpándose por no haber venido antes, por no despedirse.
Llegó exhausta al anochecer. Bebió té caliente con los pasteles hechos para Iván. *«Mañana iré a misa, encenderé una vela»*, pensó antes de dormir.
Soñó con Adrián. Le ofrecía un puñado de grosellas negras en su mano. Despertó con el corazón acelerado. La habitación estaba oscura, pero el aroma a grosellas seguía ahí.
Se vistió preguntándose qué significaba el sueño. ¿Había venido Adrián por ella?
Fue a misa y encendió dos velas: una por Adrián, otra por Iván. Pero la segunda se apagó enseguida. Intentó encenderla de nuevo, sin éxito.
—No enciendas por los vivos —dijo una viejecita al acercarse.
Elena la miró asustada. Dejó la vela ante la Virgen y se fue reflexionando.
En casa, prendióElena sonrió al comprender que, aunque la vida a veces parecía vacía, siempre había lugar para nuevos comienzos, como las grosellas que brotaban cada verano en el jardín de Iván.