Un puñado de grosellas negras

Un puñado de grosellas negras

Isabel no se había preparado especialmente para Nochevieja. Su hija le había dicho que se iría con unos amigos a una casa rural. Y a ella, ¿qué más le hacía falta? Haría unos pasteles, prepararía la ensaladilla rusa, vería un rato la televisión y se iría a la cama. Luego volvería su hija.

Cuando aún vivía Fernando, solían reunirse en grupo. Se sentaban a la mesa, comían, bebían, veían el especial de fin de año y salían a la calle con petardos y bengalas. Bailaban alrededor del árbol de Navidad en la plaza, cantaban villancicos y, si había mucha gente, incluso organizaban concursos sencillos. Hasta los más jóvenes se contagiaban de su alegría.

Isabel se secó una lágrima. Ya hacía casi tres años que Fernando había muerto, y todavía no se acostumbraba. Probablemente jamás superaría esa pérdida.

Tomó del estante la fotografía de su marido enmarcada. Ojos entrecerrados, una sonrisa leve en los labios. Siempre le había gustado esa imagen, hasta la usó para la lápida. Cuando visitaba el cementerio, se quedaba mirando fijamente el rostro en la foto. Le parecía que Fernando la recibía con distintas expresiones: a veces sonriente, contento de verla; otras, serio, si llevaba tiempo sin ir.

Sabía que era imposible, pero cada vez que se acercaba a la tumba, se preguntaba cómo la recibiría aquel día.

—Sin ti todo es más difícil, Fer. Ojalá tuviera nietos, al menos tendría alguna ocupación. Pero Laura no tiene prisa por casarse. Desde que su novio se casó con su mejor amiga, le da miedo volver a enamorarse. Aunque últimamente anda contenta. Quizá haya conocido a alguien y no me lo dice. Yo no insisto…

Oyó el portazo en el recibidor y dejó rápidamente la foto en su sitio.

—Mamá, ¿estás? —la voz alegre de Laura resonó desde la entrada.

—¿Dónde iba a estar? ¿Por qué tan pronto? —Isabel fue a su encuentro.

—Me dejaron salir antes del trabajo. No cenaré. Voy a prepararme y me voy. Vienen Vero y su marido a recogerme.

—¿Y eso? ¿No ibais a ir el día treinta y uno? —Isabel se inquietó.

—Sí, pero Vero y yo decidimos que había que encender la chimenea de la casa, preparar todo, cortar y decorar el árbol… —explicó Laura con entusiasmo mientras metía cosas en una bolsa—. A ver, el cargador… Ay, los zapatos… Y la plancha del pelo. —Salió corriendo al baño y regresó con la plancha, que guardó en la bolsa de viaje.

—Bueno, creo que eso es todo. Perdona, mamá, que te deje sola en estas fechas. Podrías ir a casa de alguien.

—No iré a ningún lado. Ya no me interesa todo este jaleo. ¿Cuándo vuelves? —preguntó Isabel.

—El tres o el cuatro. Dependerá. —Los ojos de Laura brillaban. Hacía tiempo que no la veía así. *Seguro que hay alguien nuevo en ese grupo de amigos. Ojalá.*

Un claxon sonó afuera.

—Bueno, mamá, me voy. —Laura le dio un beso en la mejilla, se puso el abrigo y salió corriendo.

Isabel echó un vistazo al recibidor por si su hija se había dejado la bufanda o el gorro. No, lo llevaba todo. Volvió a la habitación vacía y miró otra vez la foto de Fernando.

—La niña también se ha ido. Ay, Fer, qué pronto te fuiste… —suspiró.
Fernando la miraba, entrecerrando los ojos, y sonreía.

Decidió distraerse. Abrió el cajón de la cómoda. Estaba lleno de papeles. Había que ordenarlos; así no se encontraba nunca nada.

Revisó los documentos, tiró los que no servían y guardó los importantes. Encontró una hoja pequeña con una dirección escrita con letra temblorosa. Era la casa de Javier, el amigo de Fernando. Los recuerdos volvieron de golpe…

Isabel había conocido a Javier en el cumpleaños de unos amigos. Fueron al cine un par de veces. Hasta que, un día, él llegó acompañado. Al ver a Fernando, el corazón de Isabel latió con fuerza. Hubo química al instante.

Cuando Javier notó que ella prefería a Fernando, se apartó sin más. Era un buen amigo. Isabel nunca se arrepintió de haber elegido a Fernando y casarse con él.

Javier también se casó, pero algo no funcionó en su matrimonio y se separó. Se mudó a un pueblo a trescientos kilómetros de la ciudad, donde heredó una casa de unos parientes. Isabel, Fernando y Laura lo visitaron un par de veces.

Javier les envidiaba abiertamente su felicidad. Bromeaba diciéndole a Isabel que, si Fernando la hacía sufrir, podía irse con él. Fernando no se celaba, solo se reía. Claro que tuvieron sus peleas, como todos, pero siempre se reconciliaban rápido y jamás pensaron en divorciarse.

*Javier vino al funeral. No recuerdo haberlo avisado. ¿Lo habrá llamado Laura? Estaba tan aturdida por el dolor… Me insistió en que me fuera con él, para distraerme. Pero no pude. Iba mucho al cementerio. Y al final, nunca fui.*

Cerró el cajón y se sentó en el sofá con la dirección en la mano.

—Fer, ¿y si voy a ver a Javier? ¿No te importa? —Le pareció que Fernando, desde la foto, asentía con aprobación.

Llamó a la estación de autobuses para consultar los horarios y empezó a amasar para hacer pasteles. No quería llegar con las manos vacías. ¿Quién le haría pasteles a Javier? Trabajó hasta tarde y se durmió profundamente.

A las nueve de la mañana ya estaba en el autobús, imaginando la alegría de Javier y cómo rememorarían los viejos tiempos… Y, sin darse cuenta, se quedó dormida.

Se despertó por el ruido. Quedaban pocos pasajeros; la mayoría se había bajado en otras paradas. La gente hablaba y sacaba bolsas de los compartimentos. Isabel se incorporó, estiró el cuello y miró por el parabrisas. El autobús se acercaba a unas casas entre árboles nevados.

Se abrochó el abrigo, se puso el gorro y acercó su bolsa al pasillo. El autobús se detuvo frente a la última casa del pueblo. Isabel bajó y admiró el paisaje de cuento. El silencio le zumbaba en los oídos.

Encontró la casa de Javier rápido, pero la verja estaba cerrada. ¿Qué hacer? Intentó meter la mano entre los barrotes para abrir el cerrojo. No iba a gritar su nombre por todo el pueblo.

—¡Señora! ¿Qué está haciendo? ¿Por qué entra en una casa ajena? —la interpeló alguien.
Isabel se sobresaltó, como si la hubieran pillado robando, y se dio la vuelta.

—¿No le da vergüenza? Y con esa pinta de señora decente —dijo fuerte una anciana delgada, con botas yLa anciana se alejó refunfuñando, e Isabel, con el corazón agitado, vio cómo una ventana de la casa de Javier se iluminaba suavemente, como si alguien acabara de encender una vela.

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