El pescador madrugó, como siempre. El alba aún se aferraba al horizonte, el aire olía a salitre y algas, y las olas murmuraban promesas de buena pesca. Mientras revisaba las redes y su barca en la playa de guijarros, algo llamó su atención: un objeto extraño, medio enterrado entre las piedras.
Al principio pensó que sería un baúl perdido o algún contenedor arrastrado por la marea. Pero al acercarse, un escalofrío le recorrió la espalda. Era un ataúd. Antiguo, de metal oxidado, cubierto de musgo y conchas, como si hubiera vagado por el mar durante siglos antes de varar en aquella costa desolada.
Dios mío susurró el pescador, mirando alrededor. Solo el viento y el graznido de las gaviotas respondieron.
Su instinto le decía que no lo tocara, que avisara a la Guardia Civil. Pero la curiosidad pudo más. Se agachó con cuidado, observando la cerradura carcomida por el óxido. Un tirón bastó para que se desprendiera con un crujido sordo.
El corazón le latía con fuerza. Levantó la pesada tapa y lo que vio lo dejó paralizado.
Dentro yacían huesos, retazos de tela que fueron ropa, y adornos metálicos ennegrecidos por el tiempo y la sal. El pescador retrocedió, tapándose la boca con una mano temblorosa. Permaneció así, incapaz de articular palabra, mientras la bruma matinal envolvía el macabro hallazgo.
Más tarde, los forenses confirmaron: el ataúd llevaba casi un siglo perdido en el mar. Probablemente, procedía de algún naufragio olvidado. Las corrientes lo arrastraron durante décadas, jugando con él como un juguete sombrío, hasta abandonarlo en esa playa de Galicia.
La noticia corrió como pólvora por el pueblo. Los vecinos cuchicheaban sobre el misterio del difunto sin nombre, sobre las historias que el océano guarda en su lecho. Para el pescador, aquel amanecer se convirtió en una pesadilla despierta, como si el mar, caprichoso, hubiera querido compartir con él un secreto sepultado en las profundidades.
Y cada noche, al cerrar los ojos, volvía a ver aquel ataúd abierto, esperándolo en la orilla, bajo la luna plateada.