**Diario de una verdad enterrada**
Todos los días, sin falta, la perra llegaba al cementerio.
Sin correa, sin collar, como si conociera el camino de memoria. Los visitantes ya estaban acostumbrados a verla: una esbelta pastor belga, con las orejas alerta y ojos que parecían entenderlo todo.
En otra vida, había sido perra policía, compañera inseparable del agente Javier Morales. Juntos habían vivido años de persecuciones, arrestos y entrenamientos interminables. Para ella, Javier no era solo su dueño, era su compañero, el hombre con quien compartía peligros, fatigas y victorias.
Hacía un año que Javier había fallecido en una operación. El funeral había sido multitudinario, lleno de honores. Desde entonces, la perra acudía a su tumba sin falta. Cavaba un pequeño hoyo frente a la lápida, se acurrucaba dentro y enterraba el hocico en la tierra, como si aún pudiera percibir un rastro que el tiempo había casi borrado.
Algunas personas intentaron llevársela: voluntarios, vecinos compasivos, incluso antiguos compañeros de Javier. Pero ella siempre escapaba y regresaba. A veces se quedaba sentada, otras dormitaba o aullaba en voz baja, pero nunca se iba.
Todos pensaban que era el dolor de la pérdida. «Busca a su dueño», decían, «quiere alcanzarlo». Hasta que un día apareció un hombre en el cementerio, un antiguo colega de Javier. Él conocía a esa perra y sabía una cosa: si cavaba, era por algo. Observó con atención y notó que no excavaba justo bajo la lápida, sino un poco al lado.
Al día siguiente volvió con una pala. El vigilante intentó detenerlo, pero él solo dijo: «Si me equivoco, lo taparé todo otra vez».
La tierra cedía con demasiada facilidad para ser una tumba antigua. A los treinta minutos de cavar, asomó un trozo de tela. Al desenterrarla, todos se quedaron paralizados: dentro yacía el cuerpo de un hombre, sin ataúd, vestido de civil. Las manos y el rostro estaban atados, y en el cuello había marcas de una soga.
La policía llegó rápido. Descubrieron que el muerto era un testigo clave en un caso de Javier. Alguien, tras la muerte del agente, había usado su funeral para ocultar un crimen, confiando en que nadie lo descubriría.
Nadie excepto la perra. Una vez más, hizo lo que mejor sabía: encontrar la verdad.