En el Instituto Número 17 de Madrid decidieron organizar una jornada sobre seguridad. El salón de actos estaba lleno de estudiantes, profesores y padres. Habían invitado a un guía canino de la Policía Nacional con su pastor alemán, llamado Thor. Estos perros siempre impresionaban a los adolescentes, y aquel día prometían una demostración: cómo detectaba sustancias ilegales, reaccionaba al olor de armas y obedecía a su dueño.
El agente, uniformado, subió al escenario con Thor. El perro parecía tranquilo, casi perezoso, caminando con calma, pero sus ojos no dejaban de escudriñar el público. Los estudiantes se miraban entre sí, susurrando.
No es solo un perro dijo el policía con orgullo, es mi compañero. Y nunca se equivoca.
Hizo varias pruebas: Thor encontró un arma falsa escondida en una mochila y se acostó junto a un voluntario que llevaba un paquete simulado en el bolsillo. Los jóvenes aplaudieron.
Pero de pronto, todo cambió.
Cuando el agente iba a terminar, Thor se tensó bruscamente. Sus orejas se erguieron, el pelo del lomo se erizó. Se quedó quieto, clavando la mirada en los estudiantes. Luego, con un gruñido, se lanzó hacia adelante.
¡Thor, quieto! ordenó el dueño, pero el perro no le hizo caso.
El pastor alemán corrió hacia una chica del tercer filo, ladrando furioso. Era una estudiante callada, de nombre Lucía Fernández, que siempre se sentaba al fondo, sin llamar la atención. Hoy estaba con sus amigas, abrazando un cuaderno. Parecía una chica tímida, como cualquier otra.
Pero Thor se abalanzó sobre ella como si hubiera enloquecido. Gruñía, enseñaba los dientes y finalmente la derribó al suelo. Lucía gritó, el cuaderno voló por los aires y el pánico se apoderó del lugar. Los profesores intentaron separar al perro.
¡Fuera, Thor! ¡Abajo! El guía tiró de la correa con fuerza, pero el animal no apartaba los ojos de Lucía, respirando agitado, los colmillos al descubierto.
El policía estaba desconcertado:
Nunca actúa así sin razón. Nunca.
La chica temblaba, con lágrimas en los ojos. Todos pensaron que el perro se había confundido, pero el agente insistió:
Señorita, necesito que vengas a comisaría con tus padres. Hay que comprobar algo.
Los padres protestaron, hablaron de “humillación”, pero Thor seguía gruñendo, y discutir con su instinto era inútil.
En la comisaría, le tomaron las huellas dactilares. Y entonces, a los agentes se les heló la sangre. El sistema arrojó un resultado: aquellas huellas pertenecían a una mujer buscada a nivel nacional.
El policía miró fijamente a la “estudiante”:
¿Quieres contarlo tú o leo el informe?
Lucía respiró hondo y, de repente, su expresión cambió por completo. Dejó de parecer una adolescente asustada para convertirse en una mujer fría, con una mirada que había visto demasiado.
Vale se acabó el juego dijo con voz grave y segura.
Su verdadero nombre era Ana, tenía 30 años, no 16. Una enfermedad genética rara la hacía parecer una adolescente: baja estatura, rasgos infantiles, voz suave. Y lo aprovechaba.
Llevaba años evadiendo a la policía, pasando por varias ciudades. Su historial incluía robos, estafas y un atraco a una joyería.
Sus huellas aparecían en cajas fuertes, pomos de puertas, pisos pero siempre escapaba porque nadie creía que una “niña” fuera la culpable.
Se matriculaba en institutos, vivía con familias como supuesta huérfana, cambiaba de identidad. Nadie sospechaba que entre los estudiantes había una adulta.
Nadie me hubiera descubierto sonrió con ironía, de no ser por ese maldito perro.
El policía miró a Thor, que seguía vigilándola sin pestañear.
Mira, Ana dijo con frialdad, la gente puede equivocarse. Pero mi compañero nunca.