Era un día cualquiera en el hospital de la ciudad. En la recepción, el aire acondicionado zumbaba suavemente, las enfermeras anotaban a los nuevos pacientes, los médicos conversaban en voz baja por los pasillos y en las habitaciones, los goteros fluían lentamente.
La enfermera jefa revisaba el libro de turnos cuando, de repente, se escuchó un rápido repiqueteo de uñas contra el suelo de baldosas.
Apareció un perro, un animal grande de pelaje rojizo y marrón, como surgido de la nada. Corría con determinación, como si supiera exactamente adónde iba. Entre sus dientes llevaba una bolsa negra, bien cerrada con un nudo en la parte superior.
La enfermera alzó la vista de inmediato y exclamó:
¡¿Qué hace un perro aquí?! ¡Esto es una falta de higiene! ¡Sáquenlo de aquí!
Dos médicos, al oír su grito, salieron corriendo para interceptarlo: un cirujano y una enfermera de guardia. Intentaron alcanzarlo, pero el perro fue más rápido; esquivó sus intentos, ignoró las miradas de asombro de los pacientes y siguió avanzando por el largo pasillo del hospital.
Los enfermos asomaban la cabeza desde sus habitaciones. Algunos reían, otros murmuraban confundidos, pero el animal no prestaba atención a nadie.
De pronto, frente a una puerta con letras rojas, se detuvo en seco. La bolsa negra cayó de su boca al suelo. El perro comenzó a gemir con tristeza, luego a ladrar con fuerza, desesperado. Se levantó sobre sus patas traseras y arañó la puerta con las delanteras, como rogando que lo dejaran entrar.
Los médicos finalmente lo alcanzaron y fue entonces cuando entendieron por qué el perro se comportaba de manera tan extraña y qué lo había llevado a correr por el hospital.
La enfermera, jadeando, se agachó y tomó con cuidado la bolsa. Al desatar el nudo, todos contuvieron el aliento: dentro había un cachorro diminuto, apenas respirando, con una pata torcida en un ángulo antinatural. Su pelaje estaba manchado de rojo.
Lo ha traído para que lo ayudemos susurró el cirujano.
Más tarde se supo que el cachorro había sido atropellado por un coche cerca del hospital. El perro, sin duda su madre, había intuido que allí podrían salvar a su cría.
Los médicos improvisaron, pues no había quirófano para animales en el hospital. Pero el cirujano, de corazón bondadoso, junto con otros dos médicos, encontraron los instrumentos necesarios y atendieron las heridas. Le colocaron una férula al cachorro y le pusieron una inyección.
Todo el personal quedó impresionado por la inteligencia y determinación del perro. Mientras los médicos trabajaban, él se quedó sentado junto a la puerta, gimiendo en silencio, sin apartar la mirada de su pequeño compañero.
Cuando terminó la operación y sacaron al cachorro, el perro le lamió suavemente el hocico y luego apoyó su cabeza junto a la del pequeño, como queriendo calmarlo.